Una niña llama a la policía porque sus padres no despiertan: lo que encontraron los dejó sin palabras4 min de lectura

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Era plena madrugada en la ciudad de Valdehermoso. Dentro de la comisaría, iluminada apenas por la tenue luz de los fluorescentes, el sargento Javier Robles permanecía sentado frente al mostrador, luchando contra el cansancio. El zumbido de la vieja computadora era el único sonido que rompía el silencio, tan denso que parecía haberse tragado por completo el mundo exterior. Javier alzó la vista hacia el reloj de pared: las agujas marcaban las tres en punto. Siempre era la hora más dura, cuando el vacío pesaba más que nunca.

Se frotó los ojos con resignación. Ni una sola llamada había entrado en toda la noche. Reclinándose en la silla, dudó si servirse otra taza de café frío. Fue entonces cuando el teléfono sonó, agudo y estridente, cortando la quietud como un cuchillo.

Levantó el auricular con gesto automático. *”Comisaría de Valdehermoso, sargento Robles al habla. ¿En qué puedo ayudarle?”*

Al otro lado, solo un crujido leve en la línea. Luego, una vocecita temblorosa, frágil. *”¿Hola?”*

Javier frunció el ceño. Era una niña, no tendría más de seis o siete años. Su tono se suavizó al instante. *”Hola, cariño. ¿Por qué llamas a la policía a estas horas? ¿Dónde están tus padres?”*

Un silencio, seguido de un susurro: *”Están en el dormitorio.”*

*”¿Puedes pasarle el teléfono a mamá o a papá?”*

La pausa se alargó. Cuando la niña volvió a hablar, su voz era aún más débil. *”No puedo.”*

Javier se incorporó, la inquietud apretándole el pecho. *”Dime qué ha pasado. Solo llamas si es algo importante, ¿verdad?”*

*”Lo es.”* La niña tragó saliva; él notó que luchaba por no llorar. *”Fui a despertarlos, pero no se mueven. No me contestan.”*

El sueño que enturbiaba su mente se esfumó de golpe. Sus instintos le gritaban que aquello no era normal.

Mantuvo la calma por ella. *”A lo mejor están durmiendo muy profundamente. Es muy tarde.”*

*”No.”* El susurro fue casi inaudible. *”Los he sacudido. Siempre se despiertan cuando entro. Pero esta vez no.”*

Javier tapó el auricular con la mano, haciendo señas al agente Delgado, que dormitaba en un rincón, para que preparara el coche patrulla. *”¿Hay algún adulto más contigo? ¿Abuelos, una niñera?”*

*”No. Solo estamos ellos y yo.”*

*”Vale. Necesito que me digas tu dirección para ir a ver qué ocurre.”*

La niña la deletreó con torpeza, tropezando con los números. Javier la anotó rápido: una zona de casas antiguas en las afueras. *”Has hecho muy bien en llamar. Ahora escucha: quédate en tu habitación hasta que lleguemos. No salgas. ¿Lo harás?”*

*”Sí.”*

Diez minutos después, el coche patrulla se detuvo frente a una modesta casa de dos plantas, la pintura blanca descascarillada. La luz del porche brillaba débilmente. Para sorpresa de Javier, la puerta se abrió antes de que llamaran. Una niña en camisón, los ojos desorbitados por el miedo, los esperaba.

*”Están arriba,”* dijo señalando al pasillo.

Javier y Delgado cruzaron una mirada antes de seguirla. Al entrar en el dormitorio principal, un escalofrío les recorrió la espalda. Un hombre y una mujer yacían juntos en la cama, pálidos, inmóviles. Nada indicaba violencia, ni heridas; solo esa quietud fantasmal.

*”Dios mío,”* musitó Delgado.

Javier llamó de inmediato a una ambulancia y a los forenses. La escena era sobrecogedora, pero no parecía un crimen. Algo más había fallado.

El equipo médico descubrió la causa al llegar: una fuga de gas del sistema de calefacción, antiguo y defectuoso, había envenenado el aire durante la noche. Los padres nunca despertaron.

La niña había sobrevivido por milagro. Su habitación, en la segunda planta, estaba algo más ventilada. Además, tenía la costumbre de dejar la ventana entreabierta. Ese hilo de aire fresco le había salvado la vida, aunque los médicos confirmaron que había inhalado suficiente gas como para enfermar gravemente. La ingresaron de urgencia, pero se recuperó en horas.

Javier revivió la llamada una y otra vez días después. Si la hubiera tomado por una broma o la imaginación de una niña asustada, ella no habría visto el amanecer. Haberla escuchado, haber creído en sus palabras, le había dado una oportunidad.

En los momentos de calma, cuando el caso ya estaba cerrado, su mente volvía a aquella vocecita frágil pero valiente, que supo pedir ayuda en la oscuridad. Y porque alguien contestó, la esperanza persistió donde la tragedia casi lo arrasó todo.

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