**La Novia del Mendigo**
Érase una vez, en un pueblecito escondido entre dos colinas verdes, vivía una joven llamada Lucía. Tenía diecinueve años, hermosa como un melocotón maduro, con ojos dulces y una voz suave. Pero su belleza no era una bendición, sino una carga. Huérfana desde los once años por un incendio que se llevó a sus padres, Lucía vivía con su tío, Emilio Valdés, su tía, Marta, y sus dos primas, Rosa y Pilar. En esa casa, era más sirvienta que familia. Cada mañana, antes del amanecer, Lucía iba a por agua, barría el patio y preparaba la comida. Sus días eran una sucesión de tareas y palabras crueles.
—¡Lucía, friega estos platos ahora mismo! —gritaba la tía Marta, incluso si acababa de terminar de cocinar—. ¿Crees que por ser guapa vas a escaparte de aquí? ¡Qué tonta eres!
Pero Lucía nunca contestaba. Había aprendido que el silencio era más seguro; replicar significaba dormir fuera, y llorar, más burlas.
A pesar de todo, Lucía seguía siendo amable. Saludaba a los mayores, ayudaba a las vendedoras del mercado y nunca se reía del mal ajeno. Su bondad silenciosa atraía pretendientes—hombres adinerados de la ciudad, buscando esposa humilde. Algunos venían por Rosa o Pilar, pero, al ver a Lucía, cambiaban de opinión.
—¿Quién es esa chica de mirada tranquila? —preguntó uno al tío Emilio, sin saber que era su sobrina.
Esa noche, la casa se volvió un infierno.
—¡Estás eclipsando a tus primas! —chilló la tía Marta, arrojando las zapatillas de Lucía al patio—. ¡Todos los hombres vienen y se enamoran de ti! ¿Qué les das?
—Ni siquiera les hablo —susurró Lucía, con lágrimas en los ojos.
—¡Cállate! —rugió el tío Emilio—. ¿Quién te ha dicho que hables? Como no te portes bien, te casaré con el primero que pase, aunque sea un loco.
La abofeteó, y desde entonces todo cambió. Lucía comía aparte, se bañaba con el agua del patio y era humillada por sus primas cada vez que llegaban visitas.
Un sábado, llegó un desconocido. Llevaba ropa polvorienta, un bastón de madera y un sombrero torcido que le tapaba la cara. Parecía cansado, quizás herido. El vecindario lo observó mientras se acercaba a la casa de Emilio. Habló poco, solo un susurro al oído del tío. Los ojos de Emilio brillaron como si hubiera encontrado oro.
—¿En serio? ¿Quieres casarte con ella? —preguntó, fingiendo preocupación.
—Tengo suficiente para alguien humilde —respondió el hombre con calma.
Se dieron la mano, sellando el trato. Esa noche, Emilio reunió a la familia.
—Lucía, siéntate —ordenó—. Te hemos encontrado marido.
Ella se volvió lentamente. —¿Quién es?
—No hagas preguntas. Te lleva tal cual eres. Sin dote, sin nada. Llévate tu maldita belleza y vete.
Rosa soltó una risita. —A lo mejor quiere al hijo del dueño de El Corte Inglés.
—¡Callaos! —gritó la tía Marta—. Le estamos haciendo un favor. La boda es en dos semanas.
Lucía no durmió esa noche. ¿Era ese su destino? ¿Casarse con un mendigo mientras sus primas vivían libres? Al día siguiente, lo vio otra vez, sentado en la plaza del pueblo, dando migas a los pájaros. Su ropa estaba sucia, pero sus uñas estaban limpias. No parecía un mendigo.
—Buenas tardes, señor —dijo tímidamente.
Él se volvió. —Lucía —respondió suavemente—. ¿Cómo estás?
—¿Sabe mi nombre?
—Lo oí cuando tu tío te gritó ayer.
Casi sonríe. —Usted es el hombre con el que me caso.
—Sí —asintió.
Ella bajó la mirada. —¿Por qué yo?
—Porque eres diferente.
—¿Diferente cómo?
Él sonrió, pero no respondió. Se levantó, estiró la espalda un instante y tomó su bastón. —Hasta pronto, Lucía —dijo, alejándose.
Lucía se quedó allí un largo rato. Esa noche, sus primas volvieron a burlarse.
—Dicen que hablaste con tu futuro marido mendigo —se mofó Pilar.
—Mejor acostúmbrate a usar hojas. Ni para papel higiénico tendrá —añadió Rosa.
Pero Lucía no dijo nada. Algo en su interior estaba cambiando. La vergüenza seguía doliendo, pero sentía una extraña paz, como si su vida estuviera a punto de dar un vuelco.
Los días pasaron rápido. La tía Marta la hacía trabajar más que nunca. Le daba las peores tareas, gritaba sin motivo y hasta la abofeteó por “caminar como una princesa”.
—Dobla esa cerviz orgullosa antes de que tu marido te la parta —le espetó.
Una tarde, unas mujeres pasaron junto a ella.
—Mira, esa es —dijo una—. La que se casa con el lisiado.
Otra rió. —Pensó que su belleza la salvaría. Y ahora mírala.
Lucía siguió barriendo, con los ojos húmedos.
Más tarde, la tía Marta le arrojó un vestido de encaje manchado y roto.
—Esto es lo que llevarás el día de tu boda.
Lucía preguntó si podía arreglarlo.
—¿Para parecer una reina junto a tu rey mendigo? —se burló Rosa—. No te preocupes, nadie te mirará a ti, solo verán si tu marido tropieza camino al altar.
Esa noche, Lucía se sentó sola tras la casa. La luna estaba en cuarto creciente, las estrellas calladas. De pronto, apareció el mendigo a su lado.
—No duermes —dijo suavemente.
Ella se sobresaltó. —¿Qué hace aquí?
—Pasaba por aquí. Te vi sola.
—No debería estar aquí. Si mi tío lo ve…
—Lo sé. Me iré pronto. Solo quería hablar.
—¿De qué?
Él guardó distancia. —De nosotros. De la boda.
Ella bajó la vista. —¿Qué pasa con la boda?
—Sé que no es lo que querías. Sé que no eres feliz.
No respondió.
—Pero quiero que sepas —continuó— que no te obligaré a nada. Si quieres irte después de la boda, te dejaré ir.
Lucía alzó la cara lentamente. —¿Por qué dice eso?
—Porque no vine a castigarte. Solo quería a alguien que me viera como a un hombre, no como a un objeto de lástima.
—Desde el primer día que te vi —añadió— no te reíste cuando los niños se burlaron de mí. No te apartaste cuando te pedí agua. Me trataste con respeto.
—Es lo que me enseñaron.
Él asintió. —Por eso eres diferente.
Ella retrocedió, con la voz quebrada. —Pero yo no pedí esto. No pedí que me casaran como a un estorbo.
—Lo sé —susurró—. Y lo siento.
Quedaron en silencio. Él se inclinó levemente. —Buenas noches, Lucía —y se marchó.
El día de la boda llegó sin música, sin risas. Solo pasos callados y sonrisas falsas. Lucía se miró en un espejo rajado. El vestido roto le colgaba como un castigo.
—Sal ya. Te esperan —ordenó la tía Marta.
En la sala, elEl mendigo, ahora su esposo, tomó su mano y susurró con una sonrisa: “Prepárate, Lucía, porque la vida que te espera es tan grande como el cielo sobre estos campos”.