Un marido abandona a su esposa tras 17 años, pero su despedida lo deja sin palabras6 min de lectura

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Isabel estaba junto a la ventana, observando cómo las gotas de lluvia se deslizaban por el cristal, dibujando caprichosos caminos. Diecisiete años—¿era mucho o poco? Recordaba cada día de su matrimonio, cada aniversario, cada regalo. Y ahora todo se desmoronaba.

“Tenemos que hablar”, dijo Alejandro.
“Me voy, Isabel. Con Natalia.”

Silencio. Solo el tictac del viejo reloj de pared, un regalo de su madre, rompía la calma del salón.
“¿Con esa estudiante de tu facultad?”, preguntó ella con una serenidad que ni ella misma esperaba.

“Sí. Comprende, mis sentimientos han cambiado. Quiero emociones nuevas, experiencias diferentes. Eres una mujer inteligente, deberías entenderlo.”

Isabel sonrió.

“¿Estás seguro?”, preguntó.
“Por supuesto”, respondió Alejandro. “Ya he preparado mis cosas.”

Entonces, ella se acercó al armario y sacó aquella botella especial que habían guardado para una ocasión.

“Bueno, supongo que este es un momento muy especial”, dijo mientras descorchaba la botella. “¿Sabes qué? Propongo que celebremos una cena de despedida. Invita a tus amigos, a tu familia. Al fin y al cabo, diecisiete años no son ninguna tontería.”

Alejandro la miró sorprendido:
“¿Quieres… quieres hacer una fiesta por nuestro divorcio?”

“¿Por qué no?”, sonrió Isabel. “Terminemos nuestra vida juntos con estilo. Después de todo, soy una mujer inteligente, ¿recuerdas?”

Comenzó a enviar mensajes a familiares y amigos.
“Mañana a las siete de la tarde. Prepararé tus platos favoritos. Considéralo mi regalo de despedida.”

Alejandro se quedó allí, sin saber qué decir. Esperaba lágrimas, gritos, reproches—cualquier cosa menos esta tranquila aceptación.

“Ah, y dile a Natalia que también está invitada. Quiero conocer a la chica que ha logrado lo que yo no pude en todos estos años: despertar algo nuevo en ti.”

Al día siguiente, Isabel se levantó temprano.
Llamó a los bancos con cuidado, se reunió con su abogado y preparó los documentos. Todo estaba listo.

Por la tarde, su amplio piso olía a los platos más exquisitos. Isabel puso la mesa con la vajilla fina—un regalo de bodas de su suegra.

“Todo tiene que ser perfecto”, murmuró.

Su suegra, Carmen, la abrazó con pena:
“Isabelita, ¿seguro que no hay manera de arreglarlo?”

“No, mamá. A veces hay que tomar la decisión correcta y soltar.”

Poco a poco, los amigos fueron llegando.

“Pasad, sentaos”, les indicó Isabel, señalando la cabecera de la mesa. “Esta noche, vosotros sois los protagonistas.”

Cuando todos estuvieron sentados, Isabel se levantó con una copa en la mano:

“¡Queridos amigos! Hoy es un día especial. Nos reunimos para celebrar el final de una historia y el comienzo de otra.”

Se dirigió a Alejandro:
“Ale, quiero agradecerte los diecisiete años que hemos compartido. Por los buenos y los malos momentos, por las alegrías y las penas. Me enseñaste muchas cosas. Por ejemplo, que el amor puede adoptar formas muy distintas.”

Un murmullo incómodo recorrió la sala. Natalia jugueteaba con una servilleta, evitando las miradas.

“Y también me enseñaste a prestar atención a los detalles”, continuó Isabel. “Sobre todo, a los económicos.”

Empezó a extender los papeles sobre la mesa:
“Aquí está el préstamo de tu coche, firmado en nuestra cuenta conjunta. Estos son los impuestos atrasados de tu empresa. Y esto—esto es especialmente interesante—son los recibos de restaurantes y joyerías del último año. Supongo que querías impresionar a Natalia.”

Alejandro palideció. Natalia levantó la cabeza de golpe.

“Pero lo más importante”, dijo Isabel sacando un último documento, “es nuestro acuerdo prenupcial. ¿Recuerdas firmarlo sin leer? Hay una cláusula interesante sobre la repartición de bienes en caso de infidelidad.”

El silencio en la sala se volvió ensordecedor.

“El piso está a mi nombre”, continuó Isabel. “Ya he bloqueado las cuentas. Y la demanda de divorcio se presentó anoche.”

Se giró hacia Natalia:
“Cariño, ¿estás segura de que quieres atar tu vida a un hombre sin casa, sin ahorros y con muchas deudas?”

“Perdón, tengo que irme”, murmuró Natalia.

Carmen negó con la cabeza:
“Alejandro, ¿cómo has podido? No te criamos así.”

“Mamá, no lo entiendes…”, empezó él, pero su padre lo interrumpió:

“No, hijo, tú no entiendes. Diecisiete años no son ninguna tontería. Y lo has echado todo a perder—¿por un lío con una estudiante?”

Los amigos permanecían callados, evitando mirarse. Solo Miguel, el mejor amigo de Alejandro desde el colegio, murmuró:
“Ale, la has cagado bien.”

Isabel seguía de pie, sosteniendo su copa.
“¿Sabes lo más curioso? Todos estos años pensé que nuestro amor era único. Que éramos como esas parejas de cuento que permanecen juntas hasta el final. Pasé por alto tus noches de trabajo, tus llamadas raras, tus corbatas y camisas nuevas.”

Bebió un sorbo.

“Y luego empecé a fijarme en los recibos. Joyas, el restaurante ‘La Perla’, el spa… Qué gracioso, ¿no? La llevaste a los mismos sitios donde me llevaste a mí.”

Natalia regresó, pero no se sentó. Se quedó en la puerta, agarrando su bolso.
“Alejandro, creo que tenemos que hablar. A solas.”

“Claro, cariño”, se levantó, pero Isabel lo detuvo con un gesto.

“Espera. No he terminado. ¿Recuerdas nuestro primer piso? Aquel estudio en las afueras. Éramos tan felices allí. Decías que solo nos necesitábamos el uno al otro.”

Sonrió.
“Y mírate ahora. Trajes caros, un coche de lujo, una amante joven… Pero aquí está el detalle: todo se sostiene sobre mentiras y deudas.”

La voz de Natalia tembló: “Me dijiste que estabas divorciado. Que vivíais separados. Que ibas a comprarnos un piso.”

“Natalia, te lo explico todo.”

Un silencio pesado llenó la sala. Sin decir nada más, Natalia giró sobre sus talones y salió corriendo del piso.

“Isabel”, dijo Alejandro, llevándose las manos a la cabeza. “¿Por qué haces esto?”

“¿Por qué?”, se rio. “¿Qué esperabas? ¿Que lloraría y te rogaría que te quedaras? ¿Que me arrastraría a tus pies?”

Miró a su alrededor.
“¿Sabes lo más gracioso? Realmente lo quise. Cada arruga, cada cana. Hasta sus ronquidos por la noche me resultaban entrañables. Estaba dispuesta a envejecer con él, a criar nietos.”

“Hija”, susurró Carmen, “quizá no merezca la pena.”

“No, mamá, sí la merece”, habló Isabel más alto por primera vez en toda la noche. “Que todos lo sepan. Que sepan cómo tu hijo pidió préstamos para comprar regalos a sus amantes. Cómo gastó nuestro dinero. Cómo me mintió, cómo os mintió a vosotros, a todos.”

Extendió otro documento:
“Y esto es lo mejor. ¿Recuerdas, Ale, que hace tres meses me pediste firmar unos papeles? Dijiste que era para los impuestos. Resulta que era una garantía para un préstamo. Hipotecaste mi coche, ¿te lo puedes creer?”

“Hijo”, dijo el padre de Alejandro mientras se levantaba con dificultad, “creo que nosotros también deberíamos irnos. Llámame cuando…Y así, mientras la puerta se cerraba tras ella, Isabel sintió por primera vez en años el viento de la libertad acariciándole el rostro.

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