Hoy fue un día extraño. Después de dejar a mi amante en su casa, con un beso tierno y una promesa de vernos pronto, conduje de vuelta al piso en Madrid. Me detuve un instante frente al portal, respirando hondo, pensando en cómo decirle a mi esposa lo que tenía que decir. Subí las escaleras y abrí la puerta con la llave.
—Hola —dije al entrar—. Carmen, ¿estás?
—Aquí —respondió ella desde la cocina, con esa calma que siempre la caracterizaba—. ¿Qué, voy friendo los filetes o qué?
Me juré a mí mismo ser claro, firme, actuar como un hombre. Terminar con esta doble vida ahora mismo, mientras aún sentía el calor de los labios de mi amante, antes de que la rutina me volviera a engullir.
—Carmen —me aclaré la garganta—. Tengo que decirte algo… tenemos que separarnos.
Su reacción fue más que serena. Nada sacaba a Carmen de quicio. Tanto que, en broma, yo la llamaba “Carmen la Fría”.
—¿Cómo? —preguntó, apoyada en el marco de la puerta de la cocina—. ¿O sea que no friego los filetes?
—Eso ya lo decides tú —contesté—. Si quieres, fríelos; si no, no. Yo me voy con otra mujer.
La mayoría de esposas, ante una confesión así, habrían agarrado la sartén o montado un escándalo. Pero Carmen no era como la mayoría.
—Vaya tontería —dijo, echando un vistazo al reloj—. ¿Trajiste mis botas del zapatero?
—No —me turbé—. Si es tan importante, voy ahora mismo a recogerlas.
—Ay, por favor… —murmuró—. Así eres tú, Javier. Mandas a un tonto por las botas y te trae las viejas.
Me ofendí. La conversación no iba como esperaba. ¿Dónde estaban los gritos, las lágrimas, los reproches? Pero, claro, ¿qué más podía esperar de “Carmen la Fría”?
—Carmen, ¿me estás escuchando? —dije, subiendo el tono—. Te estoy diciendo que me voy con otra, que te abandono, ¡y tú hablando de botas!
—Claro —respondió ella—. Tú sí puedes irte. Tus botas no están en el zapatero. ¿Qué te lo impide?
Llevábamos años juntos, y aún no sabía cuándo bromeaba y cuándo hablaba en serio. Antes me enamoró precisamente por su carácter tranquilo, su sentido práctico y sus generosas curvas.
Era fuerte, fiel, fría como un ancla de acero. Pero ahora amaba a otra, con pasión, con locura, dulce y pecaminosamente. Era hora de cortar por lo sano.
—Carmen —dije con solemnidad—, te agradezco todo, pero me voy. La amo a ella, y a ti ya no.
—Madre mía —suspiró—. ¡Que no me ama! Mi madre amaba al vecino, y mi padre amaba el dominó y el vino. Y mira qué bien salí yo.
Sabía que era difícil ganarle en una discusión. Cada palabra suya era como un martillazo. Mi entusiasmo inicial se desvaneció.
—Carmen, eres increíble —dije, amargamente—. Pero la amo a ella, ¿entiendes? Es… ardiente, dulce, diferente.
—¿A quién? —preguntó, arqueando una ceja—. ¿A Laura, la del tercero?
Retrocedí. El año pasado tuve algo con Laura, pero ¿cómo lo sabía?
—¿Cómo…? —empecé, pero me callé. No importaba—. No es ella.
Carmen bostezó.
—¿Entonces a Patricia, la de contabilidad?
Me helé. Patricia había sido otra amante, pero ¿desde cuándo lo sabía? Claro, ella nunca soltaba prenda.
—No —dije—. Ni Laura ni Patricia. Es alguien nuevo, especial, la mujer de mis sueños. No puedo vivir sin ella.
—Entonces debe ser Marta —afirmó, sin pestañear—. Ay, Javier… No eres ningún secreto. ¿La mujer de tus sueños? Marta González: treinta y cinco años, un hijo, dos abortos… ¿No?
Me llevé las manos a la cabeza. ¡Le había dado en el blanco!
—¿Cómo…? —balbuceé—. ¿Me has espiado?
—Elemental, Javier —dijo con una sonrisa—. Cariño, soy ginecóloga. He visto a todas las mujeres de esta ciudad, mientras que tú solo a unas pocas. Con un vistazo sé dónde has estado, tarugo.
Me recuperé lo suficiente para replicar:
—¡Bueno, digamos que tienes razón! Pero no cambia nada. Me voy con ella.
—Qué ingenuo eres —suspiró—. Podrías haberme preguntado. No tiene nada de especial, como médico te lo digo. ¿Has visto su historial clínico?
—No —admití.
—Claro. Primero, ve a ducharte. Mañana llamaré al doctor Ruiz para que te haga unas pruebas —dijo—. Luego hablamos. ¡Vaya vergüenza! El marido de una ginecóloga, y no sabe elegir una mujer sana…
—¿Qué hago? —pregunté, derrotado.
—Yo voy a freír los filetes —contestó, volviendo a la cocina—. Tú lávate y haz lo que quieras. Si de verdad quieres una mujer sana, dime… igual te recomiendo alguna.