—¿Señor, necesita una sirvienta? Puedo hacer cualquier cosa… mi hermana tiene hambre.
La voz de la niña temblaba, pero sus ojos reflejaban una desesperación feroz. El bebé atado a su espalda se movió en su sueño, sus labios diminutos abriéndose y cerrándose como si soñara con comida.
El multimillonario Carlos del Castillo estaba a mitad de camino hacia la puerta de su mansión cuando se paralizó. No le faltaban desconocidos que se acercaban a las rejas de su propiedad—gente desesperada llegaba a menudo, buscando trabajo, caridad o un favor. Pero algo en esta chica lo detuvo en seco.
No era solo su vestido gastado ni la tierra en sus mejillas. Era la marca.
Una pequeña mancha de nacimiento en forma de media luna en el costado de su cuello.
A Carlos se le oprimió el pecho, el recuerdo golpeándolo con tal fuerza que casi le robó el aliento.
—¿De dónde sacaste eso? —preguntó, su voz más cortante de lo que pretendía.
La chica se tocó instintivamente el lugar. —¿Esto? Nací con ella.
Sus palabras lo arrastraron veintiún años atrás—a una noche tormentosa, una joven madre asustada y una niña envuelta en una manta desgastada. Él había visto esa misma marca antes.
Carlos dio un paso hacia ella, escudriñando su rostro. —¿Cómo te llamas?
—Elena —respondió con cautela—. Y esta es mi hermana, Lucía. —Ajustó el peso de la bebé dormida y añadió—: Nuestros padres… ya no están. Acepto cualquier trabajo. Puedo limpiar, cocinar, lo que sea.
No respondió de inmediato. La parte lógica de su mente le advertía que fuera precavido—que hiciera preguntas, que mantuviera la distancia—pero sus instintos gritaban que esto no era una coincidencia.
—Pasa adentro —dijo al fin.
Elena dudó, mirando la enorme mansión detrás de él. —Señor, yo… no quiero causar problemas.
—No los causas —respondió Carlos, guiándola ya hacia la entrada.
Dentro, la calidez y la luz parecían abrumarla. Apretó las correas del portabebés donde dormía Lucía, sus ojos saltando entre los candelabros de cristal, los suelos de mármol pulido, los cuadros con marcos dorados.
Una criada les sirvió té, pero Elena no lo probó. Mantenía la mirada baja.
Carlos la estudió en silencio antes de hablar. —Elena… háblame de tus padres.
Su voz se suavizó. —Murieron en un accidente de coche cuando yo tenía doce. Después de eso, solo quedé con mi madrastra. No era… amable. A los dieciséis, me fui. Lucía nació el año pasado—es mi media hermana. Su padre no está. Hemos estado yendo de un lado a otro, buscando trabajo.
Su historia encajaba con piezas de un rompecabezas que Carlos había guardado durante décadas—uno que comenzó con su propia hermana, Margarita.
Margarita había desaparecido a los diecinueve años, huyendo de una relación rota y las expectativas sofocantes de su familia adinerada. Años después, llegaron rumores de que había tenido un hijo, pero cada búsqueda fue infructuosa.
Hasta ahora.
—Elena… —Su voz tembló—. ¿Sabes cómo se llamaba tu madre?
Elena asintió. —Margarita.
Carlos sintió que la habitación giraba. Era ella. Esta chica—esta joven delgada, cansada y decidida—era su sobrina.
Quería decírselo en ese instante. Abrazarla y prometerle que nunca volvería a pasar hambre. Pero algo en su mirada cautelosa le dijo que no confiaría en una generosidad repentina. Había sobrevivido demasiado tiempo.
Así que eligió otro camino.
—Puedes trabajar aquí —dijo—. Con alojamiento y comida. Un salario. Y… Lucía también estará cuidada.
Su alivio fue inmediato, pero lo disimuló rápidamente, asintiendo. —Gracias, señor.
Esa noche, Carlos se quedó en el umbral del cuarto de invitados, viendo cómo Elena arropaba a Lucía en una cuna que el personal había preparado apresuradamente. La bebé se movió, y Elena le dio palmaditas suaves en la espalda, tarareando una canción de cuna.
La escena lo destrozó. No por lástima—sino porque veía a Margarita en cada gesto, en cada mirada.
Se prometió que descubriría toda la verdad sobre lo que le había ocurrido a su hermana. Y cuando fuera el momento, le diría a Elena quién era realmente.
Pero el destino aceleró la verdad.
Todo comenzó con una llamada.
Dos semanas después de su nueva vida en la finca de los Del Castillo, Elena barría el gran pasillo cuando sonó el teléfono privado de Carlos. Normalmente, el mayordomo se encargaba, pero estaba ausente, y Elena, dudosa pero obediente, levantó el auricular.
—¿Elena? —susurró una voz femenina, temblorosa y urgente.
—Sí… ¿quién habla?
La voz tembló. —Dile a Carlos… Margarita está viva.
Elena se quedó helada. —¿Qué? ¿Quién…?
La llamada se cortó.
El pulso le martilleaba en los oídos. Ese nombre no le decía nada, salvo por el recuerdo lejano de la voz de su madre pronunciándolo una vez, como un secreto. Guardó el momento, sin saber qué hacer, y volvió a su trabajo.
Pero Carlos notó su distracción esa noche.
—Elena, algo te inquieta —dijo durante la cena—. Dímelo.
Vaciló, pero repitió el mensaje palabra por palabra. El tenedor se le escapó de la mano a Carlos, chocando contra el plato.
—¿Cómo sonaba? —exigió.
—Como… como si hubiera llorado. Y sabía mi nombre.
Carlos se levantó abruptamente y salió. Momentos después, Elena oyó su voz grave desde el estudio, seguida del sonido de un cristal rompiéndose.
Esa noche, soñó con la silueta de una mujer bajo la lluvia, los brazos extendidos, llamando su nombre.
Al día siguiente, el comportamiento de Carlos cambió. Se acercaba más, preguntando por su infancia, los hábitos de su madre, canciones de cuna que le hubiera cantado. Elena respondía con cautela, sin entender por qué parecía casi… asustado.
Finalmente, una tarde lluviosa, la invitó a la biblioteca.
—Te debo la verdad —dijo, con las manos entrelazadas—. La mujer de esa llamada—Margarita—es mi hermana. Y… es tu madre.
Las palabras la golpearon en el pecho. —Eso es imposible. Mi madre está muerta.
La voz de Carlos se quebró. —Eso pensé yo también. Durante veintiún años. Pero huyó de esta vida—de mí, de nuestra familia—porque estaba embarazada. De ti.
Elena negó con la cabeza, retrocediendo. —No. Mi madre… era pobre. Trabajaba en una panadería. Ella…
—Estaba huyendo —la interrumpió Carlos con suavidad—. Lo dejó todo para criarte lejos de este mundo. Te busqué, Elena. A las dos. Pero siempre llegaba tarde.
Las rodillas de Elena flaquearon. Se dejó caer en un sillón de cuero, con la mente dando vueltas.
—Si esto es cierto —susurró—, ¿por qué contratarme como sirvienta? ¿Por qué no decírmelo?
—Porque no me habrías creído —respondió—. Has sobrevivido sola durante años. Necesitaba tiempo… para que vieras que no estaba aquí para quitarte nada. Solo quería devolverte lo que nos robaron.
Sus pensamientos volaron haciaCarlos extendió una foto antigua hacia Elena, y al ver el rostro de su madre sonriendo junto a un niño que, sin duda, era él, las lágrimas rodaron por sus mejillas mientras entendía, al fin, que había encontrado su verdadera familia.





