Mi marido derrochaba nuestro dinero mientras yo acogía a un misterioso extraño

Habrá días en los que te despiertas con esa sensación rara… como si el aire oliera a cambio. No bueno, ni malo, simplemente diferente. Así empezó aquel lunes de febrero. Lo normal: café humeante y mi marido, Pablo, pegado al móvil en silencio. Solo aquel tic-tac nervioso de sus dedos contra el mármol de la cocina.

—Marta, escucha— cortó el silgo de golpe —mañana me voy.

La cuchara casi se me cae.

—¿Adónde?

—Al sur. Sol, playa, desconectar. El billete ya está pagado.

Yo ahí, removiendo un café que ya ni calentaba estaba, mientras la cabeza me daba vueltas. ¡Dos años ahorrando para unas vacaciones juntos! Cada euro contado, hasta el abrigo que tanto quería lo dejé pasar por este viaje.

—¿Y yo qué? Aún no me han confirmado mis días libres.

—¿Y qué? —Se encogió de hombros—. ¿Crees que aguanto más esta seriedad? Los nervios no me dan para más.

Los nervios… ¿Y los míos?

—Pero el dinero era de los dos, lo ahorramos juntos…

—¿Y qué? —Se levantó de un salto—. ¡Yo también trabajo y decido cuándo descansar!

Ahí empezó todo. Últimamente era otro. El móvil ni para ir al baño lo soltaba. Antes lo dejaba tirado por ahí sin problema.

Miro cómo mete cosas en la maleta. Un bañador nuevo, una camiseta chillona… Nada de su estilo. ¿Cuándo compró todo eso?

—Si me sobra algo, te traeré un imán —dijo cerrando la maleta.

Un imán… Vaya caballero, sí señor.

Portazo. Me quedé sola. ¿Estaré exagerando? ¿Quizá solo necesitaba escapar? Aunque ni se acordó de mí.

Me puse a pensar, cuando de pronto… ¡su móvil en la mesa! Lo olvidó. Pitido de mensaje. La pantalla iluminada: *«Cariño, ya estoy en el aeropuerto. Te espero en…»*

*”Cariño”*. A mí no me llama así desde que éramos novios. Decía que eso era cosa de críos.

Diez minutos después, volvió. Por el móvil. Me vio y se le torció la mirada.

—¿Qué haces aquí?

—Vivo aquí —respondo—. ¿O es que no?

Agarró el teléfono, revisó si lo había tocado. Un beso condescendiente en la frente:

—No te pongas así. Te traeré algo.

Y se fue.

Yo me quedé tiesa. El corazón a mil: ¿quién diablos era ese *”cariño”*?

Hasta que reaccioné. Salí corriendo al aeropuerto. Un taxi carísimo, pero qué más daba. Necesitaba la verdad.

Y allí estaba. Riéndose con una chica de 25 tacos, melenaza y minifalda. La misma camisa que vi en nuestro armario. Pablo le susurraba algo al oído, ella se reía pegada a él.

Un año y medio ahorrando… para esto.

Quise ir, gritarle, hasta abofetearle. Pero ya estaban en la puerta de embarque. Tarde.

Salí afuera, me senté en un banco y lloré como si el mundo se acabara. La gente miraba, pero me daba igual.

Empezó a nevar. Yo ahí, tiesa, helada, sin poder moverme.

—Señorita, ¿está bien?

Me giro: un hombre, ropa gastada, cara de frío.

—¿Necesita ayuda? —pregunta con voz suave.

—¿Yo? —me río amarga—. Ya no hay ayuda para mí.

—Nada es tan malo como parece —responde—. Aunque… ¿no tendrá algún trabajo? Aunque sea temporal.

Lo miro y pienso: hoy los dos hemos perdido. Pero él, al menos, no esconde su derrota.

—Venga, vayamos a mi casa. Comerá algo y se calentará.

—¿En serio? —parpadea—. Pero si no me conoce.

—¿Es un maníaco? —pregunto.

—No —sonríe—. Solo la vida me dio una patada.

—Pues vamos. Aunque no quedará mucho… Pablo se lo zampó todo antes de irse.

El taxi nos llevó refunfuñando, pero le prometí más dinero y se calmó.

Por el camino me contó: se llama Luis. Ingeniero, perdió el trabajo, luego la casa. Su esposa se fue con su madre: *«Cuando tengas algo estable, hablamos»*.

Ajá. Cada uno con su cruz.

En casa fue directo al radiador.

—Puede ducharse —le digo—. Hay toallas y una bata de Pablo.

—¿Segura? —duda.

—Total. Mi marido está en la playa con su amante. La bata está libre.

Mientras se ducha, caliento sopa. ¿Me habré vuelto loca? ¿Invitar a un extraño? Pero hoy todo parece patas arriba.

Cuando sale del baño, casi me caigo. Otro hombre: 40 años, buena planta, mirada inteligente. La bata de Pablo le quedaba ridícula (mi marido era más bien chaparro).

—¿Seguro que no es un vagabundo? —le pregunto.

—Claro que no —se ríe—. Solo… tuve mala suerte.

En la mesa hablamos. Trabajaba en construcción. La empresa quebró, seis meses sin sueldo. A sus 40, nadie lo contrataba.

—Los ahorros se acabaron —suspira—. Y mi esposa dijo: *«No pienso vivir en la miseria»*.

—Amor con hambre no dura —asiento.

—Eso parece.

Le cuento lo del aeropuerto, el mensaje de *”cariño”*, el ahorro tirado a la basura.

—¿Y ahora? —pregunta.

—Divorcio. El piso es de mi abuela, tengo trabajo. Saldré adelante.

—¿Hijos?

—No hubo —suspiré—. Él siempre decía: *«Aún es pronto»*. Ahora entiendo por qué.

—Mejor así —dice él—. Con un tipo así…

—Ya. Al menos no tengo que explicarle a un niño por qué papá se fue de vacaciones con otra.

Tras la cena, pidió ver la tele. Hacía siglos que no veía noticias.

Mientras lavaba los platos, me dormí en el sillón. Al despertar, había una manta sobre mí.

Luis se había ido.

En la mesa, una nota: *”Gracias. Me salvó la vida. Cuando encuentre trabajo, se lo pagaré.”*

Me entró una pena… Como si algo bueno se hubiera ido.

Las semanas siguientes fueron un borrón. Papeles de divorcio, las cosas de Pablo en cajas, cerraduras cambiadas.

En el trabajo me quedaba hasta tarde. Mis compañeros no entendían tanto *”trabajazo”*. Pero en casa… demasiados recuerdos.

Pablo llamó. Colgué. Luego mensajes: *”Tenemos que hablar”*. ¿De qué? Todo estaba dicho.

Un día volvía con bolsas pesadas. Y ahí estaba él, en la puerta, rojo de rabia.

—¿Qué coño pasa? ¡La llave no abre!

—Porque cambié la cerradura.

—¡Estás loca! ¡Es mi casa!

—Era. Esto es tuyo.

Saqué la citación del divorcio.

—¿Divorcio? —leyó como si no creyera— ¿En serio?

—Mucho. ¿Qué tal tu *”cariño”*? ¿Aún tiene moreno?

Se le torció la cara.

—¿Sabes lo que dices? ¡Soy un hombre en plenitud! ¡Necesito pasión! ¿Y tú qué das? ¡Aburrimiento!

—Yo daba un año y medio de ahorros —le espeté——Pero tú ya los malgastaste —acabé, mientras Luis aparecía de repente, con traje y aire de triunfador, dejando claro que— a veces, la vida te quita algo solo para darte algo mejor.

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