**Mi diario, 15 de julio**
Era el día que había soñado desde niña. Todo, hasta el último detalle, lo tenía planeado: el vestido blanco impecable, el peinado reluciente, el maquillaje perfecto, el ramo de flores entre mis manos. Me sentía como la protagonista de un cuento. Acabábamos de intercambiar las alianzas, y el salón del restaurante estalló en aplausos. Todo iba como la seda.
En el patio había una fuente pequeña, elegante, con el agua cristalina y fresca. Pensé que quedaría preciosa en las fotos. Llegó el momento de cortar la tarta nupcial. Los invitados nos rodearon con los móviles. Se oían risas, música, gritos de “¡Que se besen!”. Tomé el cuchillo, mi marido puso su mano sobre la mía, y justo entonces me levantó en brazos.
Al principio sonreí, creyendo que era un gesto romántico. Pero pronto entendí que no me llevaba hacia el baile ni el brindis, sino… hacia la fuente.
No tuve tiempo de gritar. El vestido se me pegó al cuerpo, el agua helada —a pesar del calor— me empapó los zapatos, el maquillaje se corrió. Los invitados se quedaron en silencio. Algunos contenían la risa; otros, impactados. Y él… él se reía. A carcajadas. Le parecía divertidísimo.
A mí no. Me dolió.
Había preparado ese día durante meses. El vestido costó casi medio año de mi sueldo. Todo era perfecto. Soñaba con un día mágico, y acabé empapada, humillada, temblando.
Salí de la fuente con lágrimas mezcladas al agua. Él seguía riéndose, comentando a sus amigos: “¿A que ha estado genial?”.
Pero yo no estaba para bromas.
Así que hice lo que tenía que hacer. Me acerqué, lentamente, mirándole a esos ojos alegres.
—¿Te hace gracia?
Y le lancé lo que quedaba de la tarta. Los invitados se quedaron boquiabiertos. Él calló de golpe.
—Ahora que estás humillado como yo, estamos en paz.
—Gracias por mostrar tu verdadera cara el primer día. Así no pierdo la vida contigo.
Mañana mismo, papeles de divorcio. **Lección aprendida: el respeto no se negocia, ni siquiera en el día más importante.**