Cuando su hija de cinco años empezó a hablar de un extraño “clon”, Lucía intentó tomárselo a broma, hasta que una cámara oculta y una voz suave hablando en un idioma desconocido revelaron un secreto guardado desde su nacimiento. Esta es una historia conmovedora y auténtica sobre maternidad, identidad y familia que no sabíamos que necesitábamos.
Al volver a casa del trabajo aquel día, sentí un cansancio que solo las madres comprenden—esa fatiga que se instala detrás de los ojos a pesar de la sonrisa. Me quité los tacones, bebí un vaso de zumo y me dirigía al sofá cuando noté un leve tirón en la manga.
“Mamá”, dijo Martina, con los ojos muy abiertos y una expresión seria. “¿Quieres conocer a tu copia?”
“¿Qué has dicho?”, pregunté, sorprendida. Martina, con apenas cinco años, ¿podía entender realmente el concepto de un clon?
“Tu copia”, repitió, como si fuera lo más natural del mundo. “Aparece cuando estás trabajando. Papá dice que viene para que no te eche tanto de menos.”
Al principio me resultó gracioso. Esa risa incómoda que surge cuando los niños dicen cosas extrañas, dejándote sin saber si alarmarte o no. Martina, con su vocabulario avanzado para su edad, siempre me impresionaba. Pero había algo en su tono, tan seguro y despreocupado, que me erizó la piel. Estaba segura de que no hablaba de un amigo imaginario.
Mi marido, Javier, llevaba seis meses de baja por paternidad. Tras mi ascenso, decidimos que yo trabajaría a tiempo completo mientras él se quedaba en casa con Martina. Tenía sentido. Era paciente, juguetón y un padre presente, pero últimamente notaba algo raro. Había estado ignorando mis sospechas, pero ahora no podía evitarlo. Los comentarios de Martina no ayudaban.
“Tu gemela me abrazó ayer antes de la siesta.”
“Mamá, tu voz sonaba diferente cuando me contaste el cuento del oso y la abeja.”
“¡Tenías el pelo rizadísimo esta mañana!”
Lo atribuí a su imaginación, aunque algo en mi interior me decía que no era así. No podía ser real. Javier solo sonreía y decía: “Ya sabes cómo son los niños.” Pero esa inquietud no desaparecía.
Una tarde, mientras le desenredaba el pelo a Martina después de cenar, me miró fijamente.
“Mamá, siempre viene antes de la siesta. A veces entran en la habitación y cierran la puerta.”
“¿Quiénes?”, pregunté con calma.
“¡Papá y tu copia! Pero una vez miré.”
“¿Y qué hacían?”, dije, temblorosa antes de su respuesta.
“No lo sé. Papá parecía llorar. Ella lo abrazó. Luego dijo algo en otro idioma.”
¿En otro idioma? ¿Qué estaba pasando en mi casa?
Esa noche, después de acostar a Martina, me quedé sentada a la mesa de la cocina, en la oscuridad, mirando mi plato sin tocarlo. No tenía hambre. Mis pensamientos giraban en torno a una pregunta: ¿Y si no es imaginación?
Tras una noche en vela, amanecí aún más agotada. Saqué la vieja cámara del bebé de un armario y, con manos temblorosas, la coloqué estratégicamente en nuestro dormitorio. Llamé al trabajo, diciendo que me tomaría la tarde libre. Mentí, pero no me importó.
Horas más tarde, en la biblioteca municipal, conecté el ordenador para ver la transmisión en vivo. No tardó en aparecer movimiento.
Una mujer estaba ahí. Entró en mi habitación como si fuera suya. Su pelo era un poco más largo que el mío, su piel algo más morena. Pero ese rostro… era indudablemente el mío. Me quedé mirando la pantalla, esperando que todo fuera un error.
Corrí a casa y entré por la puerta trasera, ocultándome en el pasillo. Se oían risas suaves… y una voz femenina hablando en otro idioma. Avancé con paso firme.
Javier estaba allí, con los ojos rojos de tanto llorar—siempre fue muy sensible—y sosteniendo la mano de Martina. A su lado estaba ella. Mi copia. Mi reflejo.
“¡Mamá!”, gritó Martina. “¡Sorpresa! ¿Verdad que es guapa? ¡Es tu copia!”
La mujer se acercó, temblando.
“Lo siento mucho… No quería asustarte, Lucía”, dijo, alargando mi nombre. “Llevo toda la vida esperando este momento.” Su voz tenía un acento extranjero delicado, como si el castellano le sonara a música.
Javier me miró con cautela. “Esta es Camila. Es tu hermana gemela.”
No podía hablar. Mis piernas cedieron y caí en el sofá. Primero sentí frío, luego entumecimiento, y finalmente calor. ¿Una hermana gemela? ¿Desde cuándo?
Javier se arrodilló a mi lado. “Me contactó hace dos meses. A través de un registro de adopción internacional. Llevaba años buscándote. No quería abrumarte.”
Camila había crecido en Brasil, criada por una pareja cariñosa, bilingüe, con una vida buena. Pero siempre supo que tenía una hermana en algún lugar.
“Vi un artículo sobre tu empresa”, dijo Camila. “Había una foto tuya, sonriente, rodeada de globos. Reconocí tus ojos al instante.”
Javier había llevado este secreto semanas, temiendo que lo viera como una traición. Pero al mirarlos a ambos, sentí algo distinto. No era rabia. Era reconocimiento.
Al día siguiente, visitamos a tía Carmen, la hermana de mi difunta madre. Llevábamos años distanciadas. Pero cuando le dije: “Necesito hablar contigo. Camila viene conmigo”, solo respondió: “Venid ahora. Prepararé el desayuno.”
Sus manos temblaban al abrir la puerta. Nos miró como si viéramos fantasmas y luego susurró: “Dios mío, Gloria… Tus hijas están juntas otra vez.”
Nos sentamos en su cocina, con la misma mesa donde yo pintaba de niña.
“Se parecen”, dijo, cortando un trozo de bizcocho. “Y a la vez, no. ¿No es curioso?”
Le pregunté por qué nadie me había hablado de ella.
Tía Carmen suspiró. “No se deberían separar, cariño. Tu madre las amaba a las dos. Pero entonces pasaron dificultades. Vivían en el pueblo, sin dinero ni para comer. Camila nació fuerte, pero tú… no respiraLucía comprendió entonces que a veces el amor más grande es el que duele, pero también el que, al final, nos hace encontrarnos de nuevo.