La increíble transformación de la joven ciega casada con un mendigo6 min de lectura

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Oye, te cuento esta historia que me hizo pensar mucho…

El padre de Lucía la casó con un mendigo porque nació ciega, y lo que pasó después dejó a todos sin palabras.

Lucía nunca vio el mundo, pero sentía su crueldad en cada respiro. Había nacido ciega en una familia que valoraba la belleza por encima de todo. Sus dos hermanas eran admiradas por sus ojos cautivadores y figuras esbeltas, mientras que a ella la trataban como una carga, un secreto vergonzoso escondido tras puertas cerradas. Su madre murió cuando solo tenía cinco años, y desde entonces, su padre cambió. Se volvió amargo, resentido y cruel, especialmente con ella. Nunca la llamaba por su nombre; la llamaba “esa cosa”. No la quería en la mesa durante las comidas ni cerca cuando había visitas. Creía que estaba maldita, y cuando Lucía cumplió 21 años, tomó una decisión que destrozaría lo que quedaba de su ya roto corazón.

Una mañana, su padre entró en su pequeña habitación, donde Lucía estaba sentada en silencio, deslizando los dedos por las páginas en braille de un libro viejo, y dejó un trozo de tela doblado sobre su regazo.

“Te casas mañana”, dijo con frialdad. Lucía se quedó helada. Esas palabras no tenían sentido. ¿Casarse? ¿Con quién?

“Es un mendigo de la iglesia”, continuó su padre. “Tú eres ciega, él es pobre. Un buen partido para ti”. Sintió que la sangre se le helaba en las venas. Quería gritar, pero ningún sonido salió de su boca. No tenía opción. Su padre nunca le dio opciones.

Al día siguiente, se casaron en una ceremonia pequeña y apresurada. Claro, ella nunca vio su rostro, y nadie se atrevió a describírselo. Su padre la empujó hacia el hombre y le dijo que tomara su brazo. Obedeció como un fantasma en su propio cuerpo. Todos reían por lo bajo, murmuraban: “La chica ciega y el mendigo”. Después de la ceremonia, su padre le dio una bolsa con algo de ropa y la empujó hacia el hombre.

“Ahora es tu problema”, dijo, y se fue sin mirar atrás.

El mendigo, que se llamaba Álvaro, la guió en silencio por el camino. No dijo nada durante mucho tiempo. Llegaron a una choza destartalada en las afueras del pueblo. Olía a tierra húmeda y humo.

“No es mucho”, dijo Álvaro suavemente. “Pero aquí estarás a salvo”. Ella se sentó sobre una estera vieja dentro de la choza, conteniendo las lágrimas. Esta era su vida ahora. Una chica ciega casada con un mendigo en una choza hecha de barro y esperanza.

Pero esa primera noche, algo extraño sucedió.

Álvaro preparó té con manos delicadas. Le dio su propio abrigo y durmió junto a la puerta, como un perro guardián protegiendo a su reina. Le hablaba como si realmente le importara: le preguntaba qué historias le gustaban, qué sueños tenía, qué comidas la hacían sonreír. Nadie le había preguntado nunca nada así.

Los días se convirtieron en semanas. Álvaro la acompañaba al río cada mañana, describiéndole el sol, los pájaros, los árboles, con tanta poesía que Lucía empezó a sentir que podía verlos a través de sus palabras. Le cantaba mientras ella lavaba la ropa y por las noches le contaba historias de estrellas y tierras lejanas. Ella rió por primera vez en años. Su corazón comenzó a abrirse. Y en aquella choza humilde, sucedió algo inesperado: Lucía se enamoró.

Una tarde, mientras buscaba su mano, preguntó: “¿Siempre fuiste un mendigo?”. Él dudó. Después, respondió en voz baja: “No siempre fui así”. Pero no dijo nada más. Y Lucía no insistió.

Hasta que un día…

Fue al mercado sola a comprar verduras. Álvaro le había dado indicaciones precisas, y ella memorizó cada paso. Pero a mitad del camino, alguien le agarró el brazo con violencia.

“¡Rata ciega!”, le escupió una voz. Era su hermana, Isabel. “¿Sigues viva? ¿Sigues haciendo de esposa de mendigo?”. Lucía sintió las lágrimas, pero no se dejó vencer.

“Soy feliz”, respondió.

Isabel se rió con crueldad. “Ni siquiera sabes cómo es él. Es basura. Igual que tú”.

Y entonces, susurró algo que le partió el alma.

“No es un mendigo, Lucía. Te han mentido”.

Lucía volvió a casa confundida. Esperó hasta la noche, y cuando Álvaro regresó, le preguntó de nuevo, esta vez con firmeza: “Dime la verdad. ¿Quién eres realmente?”.

Y fue entonces cuando él se inclinó ante ella, tomó sus manos y dijo: “No debías saberlo aún. Pero ya no puedo mentirte”.

Su corazón latía con fuerza.

Respiró hondo.

“No soy un mendigo. Soy el hijo del duque”.

El mundo de Lucía comenzó a girar mientras asimilaba sus palabras. “Soy el hijo del duque”. Intentó controlar la respiración, entender lo que acababa de oír. Su mente repasó cada momento compartido, su amabilidad, su fuerza callada, sus historias que parecían demasiado vívidas para un simple mendigo. Y ahora entendía por qué. Nunca lo había sido. Su padre no la había casado con un mendigo, sino con un noble disfrazado de harapos.

Retiró sus manos de las de él, dio un paso atrás y preguntó, con voz temblorosa: “¿Por qué? ¿Por qué me hiciste creer que eras un mendigo?”.

Álvaro se levantó, su voz calmada pero llena de emoción: “Porque quería que alguien me viera a mí, no mi riqueza, no mi título. Solo a mí. Alguien puro. Alguien cuyo amor no estuviera comprado ni forzado. Tú eras todo lo que siempre busqué, Lucía”.

Ella se sentó, las piernas sin fuerzas. Su corazón luchaba entre la emoción y el amor. ¿Por qué no se lo había dicho antes? ¿Por qué la había dejado creer que estaba abandonada como basura? Álvaro se arrodilló de nuevo a su lado: “No quise hacerte daño. Vine al pueblo disfrazado porque estaba cansado de pretendientas que amaban el título, no al hombre. Escuché de una chica ciega rechazada por su padre. Te observé desde lejos semanas antes de hablar con él, usando el disfraz de mendigo. Sabía que aceptY al final, Lucía, sosteniendo la mano de Álvaro frente a la corte, comprendió que su ceguera nunca había sido una maldición, sino el regalo que le permitió ver el amor más verdadero.

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