**Mi diario:**
Llegué de mi viaje de negocios después de un mes fuera, y al cruzar la puerta de nuestro piso en Madrid, Antonio me abrazó con fuerza. “Vamos al dormitorio, te he echado tanto de menos…” Sonreí, ignorando que ese abrazo sería el comienzo de días que nunca olvidaría. Porque en esa casa, no solo me esperaba mi marido…
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Madrid, primeros días de mayo. La primera lluvia de la temporada cayó repentina, como el ánimo de una mujer que acababa de aterrizar tras un mes de trabajo intenso en Sevilla. Lucía arrastraba su maleta, el corazón acelerado. No solo por el éxito del proyecto —aunque eso también la llenaba de orgullo—, sino porque volvía a casa. Con Antonio, el hombre que cada noche le susurraba “te quiero” antes de dormir.
Abrió la puerta con su huella, el corazón latiendo como la primera vez que visitó a su novio. El ático estaba en silencio, oliendo a lejía recién usada. Apenas dejó la maleta cuando escuchó pasos bajando las escaleras.
“¡Has vuelto, mi vida!” Antonio la abrazó como si llevaran un año separados. La presión era tal que casi le faltó el aire, pero después sonrió, excitado: “¡Vamos a la habitación! ¡Te he echado tanto de menos!”
Lucía rió, enterrándose en su hombro. Su olor, su respiración agitada, la luz en sus ojos… Todo la hacía sentir en paz. Asintió. “Déjame ducharme antes”.
Antonio puso mala cara, pero aceptó. Mientras ella se lavaba, él puso música suave y le preparó un zumo de naranja, dejándolo en la mesita. Pequeños detalles que para Lucía lo eran todo.
Esa noche se abrazaron como si el tiempo no hubiera pasado. Antonio le murmuró tonterías dulces, y ella se sintió afortunada. Sabía que muchas cargaban solas con el mundo, pero ella tenía a un hombre que la cuidaba.
A la mañana siguiente, Antonio madrugó para hacerle desayuno: huevos, pan con tomate y un café con leche frío, como a ella le gustaba. “Despierta, cariño”.
Lucía sonrió, feliz. Quizá decían que los españoles no eran románticos, pero su marido era la excepción.
Pero la felicidad, a veces, es como el cristal: transparente, bella… y frágil.
Tres días después, Lucía encontró una horquilla roja bajo la almohada. No era suya. Jamás usaba ese tipo, y menos de ese color.
La sostuvo entre los dedos, sintiendo una tristeza profunda, como una canción que se apaga. Porque las mujeres tienen un sexto sentido. No dijo nada.
Esa noche, recostada en el brazo de Antonio, preguntó suave: “¿Vino alguien a casa mientras estuve fuera?”
Él respondió sin dudar: “Solo vino Pablo a pedir el taladro, nadie más”.
Lucía asintió en silencio, disimulando. Su sonrisa era forzada. Antonio no notó nada, o quizá fingió no hacerlo. Siguió abrazándola, contándole historias de su trabajo. Pero esas palabras, que debían cerrar la distancia, solo ahondaban el vacío en su corazón.
Su instinto no fallaba. La horquilla. Un envoltorio de caramelo extraño bajo la cama. El gesto nervioso de Antonio al recibir un mensaje y girar el móvil. Todo encajaba en un puzzle doloroso.
Una noche, esperó a que Antonio se durmiera. Con manos temblorosas, cogió su móvil. Revistió llamadas, mensajes, redes sociales. Nada raro… hasta que apareció un chat con un nombre femenino desconocido.
Leyó. Primero, frases inocentes. Después, palabras cada vez más íntimas. *”Te echo de menos.”* — *”Voy a buscarte el sábado.”* — *”La cena fue perfecta, la próxima será mejor.”* — *”Buenas noches, amor ❤.”*
El golpe fue brutal. Las fechas coincidían con su viaje a Sevilla. La horquilla, los caramelos, los nervios… Todo cobraba sentido.
Las lágrimas rodaron por sus mejillas. Miró a Antonio, dormido, tan tranquilo, tan falso. “¿Me has engañado?” susurró entre sollozos.
Se encerró en el baño y lloró hasta quedar exhausta. Pero al mirarse al espejo, entre ojos hinchados y el rostro deshecho, vio algo más: determinación. Ya no era la mujer débil de minutos atrás.
A la mañana siguiente, enfrentó a Antonio. Le mostró la horquilla. “Explícame esto”.
Él balbuceó: “Debe ser de Pablo… la habrá dejado aquí…”. Lucía lo interrumpió con una risa amarga.
“¿Pablo? ¿Un hombre con horquillas rojas? ¿Y también es quien te escribe *’te echo de menos, amor’*? ¿Me tomas por tonta?”
Antonio palideció. El silencio fue su confesión. Cuando murmuró: “Perdóname… no sé por qué lo hice…”, Lucía sintió su mundo derrumbarse.
Lo echó de casa. Lloró, se desmoronó, llamó a su mejor amiga. El ático, antes cálido, ahora era frío, lleno de recuerdos falsos.
Sentada junto a la ventana, viendo llover sobre Madrid, Lucía se preguntó: *¿Cuántas lágrimas más tendré que llorar para encontrar paz?*
Y en medio del dolor, nació una certeza: la tormenta pasaría, el sol saldría otra vez, y ella, aunque rota, aprendería a levantarse. Porque hasta las cicatrices más profundas se convierten en señales de fortaleza.
Los días siguientes fueron un infierno silencioso. El ático era demasiado grande, vacío. Cada rincón —el sofá, la mesa del comedor, la cama que aún olía a él— le recordaba la traición. Lucía lloró hasta secarse, dejando solo un vacío helado en el pecho.
Pero en ese dolor insoportable, algo cambió dentro de ella. Un pensamiento persistente: *”No dejaré que esta traición arruine el resto de mi vida.”*
La primera semana fue la peor. Lucía apenas comió ni durmió. Sus amigas se turnaron para visitarla, llevándole comida y distrayéndola. Una le dijo: “Lucía, nadie merece tus lágrimas. Menos quien no te supo valorar”.
Esa frase se clavó en ella. Como una chispa en la oscuridad.
Poco a poco, retomó el control. Se levantaba temprano, se vestía con esmero aunque no saliera. Llenó la casa de flores frescas, cambió las sábanas, pintó la habitación de otro color. Como si cada gesto borrase un rastro de Antonio.
En el trabajo, se volcó. Sus compañeros admiraban su fuerza, sin imaginar la tormenta que había vivido. Los proyectos le dieron un propósito, una razón para seguir. Y cada vez que alguien reconocía su talento, Lucía recuperaba un pedazo de sí misma que Antonio jamás había logrado destruir.
Tres meses después, era otra. Sus ojos, aunque marcados, brillaban con luz nueva. Había adelgazado, pero su postura era firme, segura. Retomó el yoga y la pintura, una pasión abandonada años atrás.
Una tarde, pintando frente a la ventana abierta, escuchó la lluvia. La misma que había acompañado su duelo ahora parecía un renacer. Sonrió, por primera vez sin el peso del pasado.
Fue entonces cuando Antonio intentó volver. Apareció una noche, empapado, los ojos rojos: “Lucía… me equivoqué. Perdóname. No puedo vivir sin ti”.
Ella lo miró desde el umbral, sin temblar, sin lágrimas. Su voz fue clara, serena, cortanteCerró la puerta con firmeza, sabiendo que su felicidad no dependía de nadie más que de ella misma.





