—¡Fuera de aquí! ¡Inútil! – rugió la suegra al despedir a su nuera.

—¡Ay, madre mía, que me meo de risa cuando me acuerdo de la reunión! —Marina tiró los zapatos a un rincón y se dejó caer en el sofá sin molestarse siquiera en quitarse la chaqueta—. ¿Te imaginas? ¡Acusándome de desfalco delante de todo el departamento! ¡Yo, que llevo años como contable, auditada hasta por los de “Gran Consulta”!

Pero hablaba al aire, al armario de la cocina, al gato Manolo y a la botella de cava medio vacía. Porque la gente se cansa, y los armarios guardan secretos.

Todo empezó, como siempre, un lunes.

—Marina, pásate por mi despacho —dijo Alba Victoria por teléfono con esa voz que solo usan los robots y las suegras que planean una guerra fría.

Su oficina era más fría que un congelador de Lidl en rebajas. Podías salir de allí sin autoestima y sin carrera profesional.

Marina entró. Asintió, breve y profesional. Al otro lado del cristal, Madrid y los pedazos de su seguridad.

—Tenemos un problema —comenzó Alba Victoria, apretando los labios—. Hay un agujero de casi doscientos mil euros en los informes del último trimestre. Y todo lleva tu firma.

Marina se sentó. No en la silla, sino en el borde, como si fuera el filo de un precipicio. No dijo nada, solo esbozó una sonrisa amarga, esa que ni en el espejo te atreves a mirar.

—¿En serio, Alba Victoria? —intentó mantener la calma—. No soy una becaria. Respondo por cada cifra. Revise el historial de cambios.

—Ya lo hicimos —cortó ella—. Todo documentado. Firmas, cálculos. O eres negligente o… lo hiciste a propósito.

—¿Esto es una trampa? —le falló la voz—. ¡Reviso cada papel tres veces antes de firmar! ¿Quién…?

—Basta, Marina. Estás despedida. Con causa.

—¿Y David lo sabe? —susurró.

—Por supuesto. Él está de acuerdo.

En ese momento, sintió que le quitaban el suelo bajo los pies. No esperaba heroísmo de su marido, ¿pero ponerse de parte de su madre? ¿Después de ocho años de matrimonio y dos hipotecas?

Se levantó. En silencio. Solo al salir dijo:

—Alba Victoria, lo que necesita no es una nuera. Necesita un espejo para repetir: “Qué lista, qué poderosa, qué exitosa… y qué sola como un olivo en un descampado”.

No hubo respuesta.

Marina se fue.

Lo que siguió fue de película de terror: notificación en el correo, bloqueo en WhatsApp y un silencio absoluto de su marido.

Desapareció. Como el gato del vecino cuando huevea en la maceta. Ni llamada, ni mensaje. Solo una transferencia de quinientos euros: “para la comida”.

Gracias, cariño. Justo lo que necesitaba para condimentar la cena: humillación a la plancha con un toque de decepción.

Al tercer día, sonó el teléfono. Número desconocido. Voz conocida.

—Marina, soy Nicolás.

Casi se le cayó la taza. El ex-suegro. El mismo que dejó a Alba Victoria años atrás para irse a construir chalés en la Costa del Sol.

—Me enteré de lo que pasó —su voz era tranquila pero firme—. Quiero vernos. Hablar. Quizás ofrecerte trabajo.

Marina dudó.

—¿Usted me cree? —preguntó.

—No es cuestión de creer —dijo él—. Es cuestión de justicia. Y de que quizás puedas hacer tu jugada.

Quedaron en la Gran Vía. Café acogedor, gabardina gris, mirada de acero templado.

—Me fui de esa familia, pero no de su cabeza —confesó Nicolás—. Alba sigue amasando mierda, como siempre. Pero tengo un plan. Necesito una contable de fiar. Tú encajas.

Marina soltó una risa agria.

—Me acaban de humillar públicamente, despedir, y mi marido, por cierto, ni se molestó en defenderme.

—Más razón —sonrió él—. Es el momento de mover ficha.

Esa noche no durmió. Revisó informes, recordó cada cambio. Estaba segura: la habían tendido una trampa. Y sabía cómo.

A la mañana siguiente, rebuscó entre viejos correos. Y ahí estaba: un documento interno que jamás debió llegar al informe final. Pero llegó. Con su firma. Que ella no había puesto.

Fue un hackeo. Y solo una mujer podía organizarlo: una con título de economista y corazón de hielo.

—Nicolás —dijo al teléfono—. Acepto. Y tengo algo interesante.

—Perfecto —ni siquiera preguntó qué—. Pero sabes que si hacemos esto, no hay vuelta atrás.

—No quiero volver —respondió—. Solo avanzar.

A la mañana siguiente, se puso la chaqueta y fue a una nueva oficina. La empresa de Nicolás olía a ambición, café y canela.

Caminó con seguridad. Por primera vez en días, no sentía ira ni desesperación, sino adrenalina. Como si estuviera en la salida de una carrera, y alguien ya hubiera dicho: “Preparados… listos… venganza”.

—¿Estás diciendo que falsificó tu firma? —Nicolás giraba una memoria USB como si fuera el seguro de una granada.

—No —hizo una pausa dramática—. La calcó. Escaneo, Photoshop, pegar en PDF… Hay mil formas. ¿Usted no sabe de lo que es capaz una suegra resentida?

—Viví con ella veinte años —se rio—. Me quedé calvo y con los nervios hechos polvo. Pero tú aguantaste más de lo que pensé. Cinco años en su reino son como una condena en Alcatraz.

—Cinco y medio —corrigió mentalmente Marina, apretando los puños. Con cada recuerdo —cenas familiares llenas de indirectas, miradas que cortaban más que un cuchillo— crecía en ella un deseo: no solo vengarse, sino hacerlo con estilo. Mucho estilo.

Los días cambiaron. Nicolás tenía una constructora nueva, proyectos grandes y contactos de ensueño. La nombró subdirectora financiera, a pesar de su “despido con causa”.

—Sabes —le dijo una vez en la sala de reuniones—, siempre quise que David se casara con una mujer lista. Solo que no pensé que la inteligencia fuera un problema.

—¿Quiere que finja ser tonta? —sonrió torcida—. Como Laura, la del café y las risitas oportunas.

—Eres demasiado independiente —movió la cabeza—. A Alba Victoria no le gustan así. Ella quiere sumisas. Que asienten, admiren y callen.

—Puedo admirar —enderezó la espalda—, sobre todo si me dan un cheque con mi nombre para un Audi.

Se rio. Con ganas.

Pero la diversión duró poco.

Una semana después, Nicolás le pasó archivos. Copias de chats, transferencias, documentos que ni imaginaba de su antigua empresa. Resultó que Alba Victoria no solo falsificaba firmas… también robaba. No miles. Cientos de miles.

—¿Ves esto? —puso delante unas tablas impresas.

—¿Paraísos fiscales? —frunció el ceño.

—Hubiera sido tu billete al infierno si seguías ahí —sonrió—. Ahora eres testigo. Víctima. Y, si quieres… cómplice de mi pequeño plan.

—Ya lo soy —respondió seriamente—. Pero esto no es teatro. Es real.

El plan era simple: desenmascararla. Con estilo. Para que Marina entrara en el despacho de Alba Victoria no como una ex-empleada humillada, sino con documentos, abogados y, preferiblemente, cámaras.

Pero primero necesitaban pruebas contundentes.

—Tengo una idea —dijo una noche en su oficina—. Necesito entrar al archivo de la antigua empresa. Allí estarán los originales. AlbaY así, con los documentos en mano y una sonrisa que no necesitaba palabras, Marina entró en el despacho de Alba Victoria, no como una víctima, sino como quien ya ha ganado la partida sin necesidad de gritar.

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