Lucía Gómez había servido antes a familias adineradas, pero la casa de los Delgado era diferente. Todos los brillos parecían tallados a mano—suelos de mármol pulido, retratos con marcos de plata de ancestros severos, flores frescas cambiadas cada día por un florista de mirada hosca.
La residencia guardaba un silencio sepulcral, roto solo por el tictac del reloj de péndulo en el pasillo. Sus tareas eran sencillas: limpiar, cocinar ocasionalmente y ayudar a doña Carmen, la ama de llaves, en lo que hiciera falta. La pequeña, Martina Delgado, estaba al cuidado de su padre, Nicolás, y una sucesión de niñeras profesionales. Últimamente, las niñeras renunciaban una tras otra, murmurando sobre el llanto incesante de la niña, su negativa a dormir y las exigencias imposibles del padre.
Esa noche, el llanto se prolongó durante horas. Lucía no debía entrar en la habitación infantil, pero no pudo ignorar los sollozos urgentes que brotaban de allí. Entró en puntillas, el corazón encogido al ver a Martina en su cuna—manitos diminutas agitándose, rostro empapado, jadeando entre gritos. “Tranquila, cariño”, susurró Lucía, alzando instintivamente a la niña. Martina estaba caliente y temblorosa, su cabeza se hundió en el hombro de Lucía como si hubiera encontrado por fin su refugio.
Se sentó en la alfombra, meciéndola suavemente mientras tarareaba una canción de cuna que no cantaba hacía años. El llanto de Martina se fue apagando. En minutos, su respiración se volvió lenta y profunda. El cansancio pesaba sobre Lucía, pero no quería soltarla. Se recostó en el suelo, con Martina sobre su pecho, ambas envueltas en el ritmo tranquilo de su respiración. En ese instante de paz, Lucía se durmió.
No oyó los pasos hasta que estuvieron junto a ella.
—¿Qué demonios crees que haces?
La voz fue tan cortante que pareció partir el aire. Lucía despertó sobresaltada. Nicolás Delgado estaba allí, su mirada helada de furia. Antes de que pudiera responder, le arrebató a la niña de los brazos. La ausencia repentina le golpeó como un puño.
—No tienes derecho.
—Asquerosa —espetó él—. Este es un lugar que no debes perturbar. Lo miras, pero nunca lo tocas.
—No, por favor —rogó Lucía, incorporándose—. Solo se durmió. Lloraba sin parar y…
—No me importa —cortó él—. Eres la sirvienta. No su madre. Nada.
En cuanto Nicolás la separó, Martina gritó. Sus manos diminutas se agitaron en el aire, sus lamentos se volvieron estridentes, desesperados.
—Cállate, Martina… Está bien, nena…
—Estoy aquí —murmuró Nicolás, incómodo, pero la niña lloró con más fuerza, retorciéndose en sus brazos, las mejillas encendidas.
—¿Por qué no para? —masculló.
La voz de Lucía era baja, pero firme.
—Lo intenté todo. Solo duerme si la sostengo. Nada más.
La mandíbula de Nicolás se tensó. Permaneció inmóvil, como dudando si creerla. Los gritos de Martina crecían en urgencia.
—Dámela —exigió Lucía, esta vez sin vacilar.
Sus ojos se estrecharon.
—Ya te dije que…
—La asustas —interrumpió ella—. Dame. La. Niña.
Nicolás miró a su hija, luego a Lucía. Algo brilló en su rostro—confusión, indecisión y, al final… derrota.
Se la devolvió.
Martina se aferró al pecho de Lucía como si su cuerpo recordara el único sitio seguro. El llanto cesó en treinta segundos. Solo quedaron unos sollozos entrecortados antes de que cayera en un sueño frágil.
Lucía se recostó otra vez, meciéndola sin pensar. “Lo sé, pequeña. Lo sé.”
Nicolás se quedó allí, observando en silencio. La casa no volvió a romper su quietud esa noche, pero el aire se hizo más frío.
Horas después, cuando Lucía por fin dejó a Martina en la cuna, no regresó a su cuarto. Se quedó en un rincón del cuarto infantil hasta el amanecer, vigilando.
A la mañana siguiente, doña Carmen entró sin hacer ruido y se detuvo al verla allí. Miró a la niña, luego a Lucía.
—Solo se calma contigo —murmuró la anciana, casi para sí misma.
Nicolás no habló durante el desayuno. Su corbata estaba torcida, el café intacto.
Esa noche lo intentaron de nuevo—primero doña Carmen, luego Nicolás. Ambos fracasaron. Martina lloró hasta que su vocecita se volvió ronca. Solo cuando Lucía entró, con los brazos abiertos, se calló de inmediato.
En la tercera noche, Nicolás esperó fuera de la habitación. Al principio no llamó, solo escuchó. No había lágrimas. Solo una nana, medio tarareada, medio susurrada.
Finalmente, golpeó la puerta.
Lucía salió al pasillo.
—Tenemos que hablar —dijo Nicolás en voz baja.
Ella cruzó los brazos.
—¿De qué?
—Debo disculparme —declaró—. Por cómo te hablé. Por lo que dije. Fue cruel. E injusto.
Lucía estudió su rostro antes de responder.
—Martina sabe la verdad —dijo al fin—. No le importa el dinero ni los apellidos. Solo necesita calor.
—Lo sé —susurró él, la vista clavada en el suelo—. No duerme si no se siente segura.
—No es la única —respondió Lucía.
Nicolás alzó la mirada.
—Lo siento, Lucía. Espero que te quedes. Por ella.
—Por ella —repitió Lucía, más suave esta vez.
No confiaba en él—no todavía—pero Martina sí. Por ahora, bastaba.
A la mañana siguiente, Lucía recorrió la casa con determinación. No estaba allí por caridad ni reconocimiento. Estaba por Martina.
En la cuna, la niña dormía plácida, los bracitos extendidos, una sonrisa fugaz en los labios. Lucía se quedó a su lado, simplemente observando.
Su pasado resonaba en el silencio—las veces que le dijeron que no nació para tener, sino para servir. Que el amor era un premio por ser perfecta. Pero Martina sabía otra verdad.
Martina la abrazaba como si hubiera esperado su llegada toda la vida.
Entonces ocurrió algo extraño.
Esa tarde, Nicolás apareció en la puerta del cuarto—no con traje, ni su habitual frialdad, sino cargando una manta de lana suave.
—Esto estaba guardado —dijo vacilante—. Era mío, de pequeño. Pensé que a Martina le gustaría.
Lucía arqueó una ceja pero la aceptó.
—Gracias.
Nicolás se acercó a la cuna. Martina despertó, los ojos entreabiertos. Esta vez no lloró—solo parpadeó, como sopesando si confiar en el hombre frente a ella.
Lucía colocó la manta sobre la niña y, sin pensar, guió la mano de Nicolás para que reposara suavemente en la espalda de su hija.
Por un largo rato, permanecieron así—tres personas en una habitación callada, unidas no por dinero o títulos, sino por algo mucho más frágil y extraño.
Por primera vez desde que Lucía pisó esa casa, sintió calor.
Esta obra está inspirada en hechos reales, pero ha sido ficcionalizada. LosY así, bajo la suave luz del atardecer que se filtraba por las cortinas, los tres permanecieron juntos, como si el tiempo mismo hubiera decidido detenerse para guardar ese momento en la memoria de cada uno.