La Vida Tranquila y la Jaula Dorada
Mi hermana Lucía y mi madre, Carmen, vivían en la mansión que mi padre dejó en la zona más exclusiva de La Moraleja, sus vidas como un escaparate de lujo estudiado. Yo, en cambio, vivía sola en un discreto apartamento en el barrio de Salamanca. Como directora de I+D en una importante empresa farmacéutica, liderando un proyecto para desarrollar un nuevo fármaco contra el cáncer, mi vida tenía un sentido que ellas no lograban entender.
Entonces, la carrera de Lucía en las redes sociales explotó. Bajo el nombre «La Vida de Lucía», mostraba un mundo de jets privados, bolsos de diseño y restaurantes de lujo a más de un millón de seguidores. Su fama consolidó la posición de mi madre en la alta sociedad madrileña.
Pronto comenzaron las hostilidades. Ataques en redes, rumores para manchar mi reputación. Comentarios como «¿Cómo alguien de una familia tan adinerada vive de forma tan sencilla?» o «La vergüenza de la familia» inundaban las publicaciones de Lucía. Lo ignoré, prefiriendo creer en una vida ganada por méritos propios.
Un día, Lucía anunció su compromiso con Álvaro Santamaría, un inversor de una prestigiosa familia barcelonesa. La boda sería un evento de opulencia sin igual: una ceremonia para cuatrocientas personas en el Hotel Ritz, con un presupuesto que rondaba el medio millón de euros. Sin embargo, yo nunca recibí una invitación.
«Debes estar ocupada», me dijo mi madre con desdén cuando pregunté. «Tienes las manos llenas con ese medicamento.»
Aun así, me dije que era el gran día de mi hermana. Iría. La celebraría, quisiera ella o no.
La Boda y el Muro
Llegué al Ritz justo a las once de la mañana. Bentleys y Rolls-Royces llenaban la entrada. Dentro, los candelabros de cristal brillaban sobre suelos de mármol italiano, con arreglos florales de calas blancas. El aire olía a lavanda y dinero.
Me encontré con colegas del sector farmacéutico: el doctor Martínez del Hospital Clínico, la profesora Gutiérrez del Ramón y Cajal. Hablamos animadamente sobre los prometedores resultados de los ensayos clínicos. Su respeto era un cálido contraste con el frío de mi propia familia.
Al acercarme al salón principal, lo vi: un guardia de seguridad impecable, con una tableta en las manos. Una placa dorada en su pecho rezaba: «Seguridad del Ritz».
«¿Su nombre?», preguntó con voz neutra.
«Isabel Delgado.»
Deslizó el dedo por la pantalla, frunciendo el ceño. Mi corazón comenzó a latir con fuerza. «Lo siento —dijo, sus palabras como astillas de hielo—. Su nombre no está en la lista.»
«Por favor, compruebe otra vez —respondí con un temblor en la voz—. Soy la hermana de la novia.»
Volvió a mirar y negó con la cabeza, su rostro impasible. «Lo siento, pero tendrá que marcharse.»
En ese momento, escuché una risa conocida. Al otro lado del vestíbulo estaban mi madre y mi hermana. Mamá, impecable en un traje blanco de Loewe y un collar de Carrera y Carrera. Lucía, deslumbrante en un vestido de Pronovias y una tiara de diamantes. Sostenía su móvil, apuntándome directamente, retransmitiendo mi humillación en vivo.
Los comentarios inundaban la pantalla. Corazones flotaban junto a frases como: «El mejor drama jamás visto» o «Bien hecho con la hermana aburrida». Mi madre y mi hermana sonreían, triunfantes. Los invitados alrededor miraban, incómodos.
En ese instante, lo entendí. No fue un error. Todo estaba planeado. La invitación perdida, las palabras desdeñosas de mi madre… preparación para esta escena.
Giré sobre mis talones y me marché. Sentí las miradas compasivas de mis colegas, pero mantuve la cabeza alta. Al recoger el coche, el joven aparcacoches que antes me había sonreído ahora parecía apenado. «Cuídese, señorita Delgado», murmuró.
La silueta del Hotel Ritz se empequeñecía en el retrovisor. El skyline de Madrid parecía más frío que nunca. Mi móvil no paraba de vibrar, pero lo silencié y conduje enAl final, comprendí que la verdadera riqueza no estaba en los palacios ni en los aplausos, sino en la paz de vivir sin máscaras.