La vida puede cambiar en un instante, convirtiendo una tarde normal en una pesadilla que nunca viste venir. Aprendí esta lección por las malas cuando un simple viaje de vuelta a casa desde casa de una amiga se convirtió en un accidente catastrófico que me dejó más preguntas que respuestas. Lo último que recordaba era cantar una canción en la radio antes de que un coche a toda velocidad me chocara en una curva, sumiendo mi mundo en la oscuridad.
Desperté en una habitación de hospital sin memoria del accidente ni de la semana y media que pasé en coma. Los médicos me explicaron que tenía suerte de estar viva y sin lesiones graves, pero que sufría amnesia parcial. Recordaba a mi familia, mis amigos más cercanos y a mi querido perro Tobi, pero había olvidado dónde trabajaba, mi dirección y, lo más importante, al hombre que decía ser mi prometido.
Alberto estaba allí cuando abrí los ojos, asegurando que llevábamos año y medio juntos y que estábamos comprometidos. Me enseñó fotos de nosotros y regalos que nos habíamos hecho, pero nada me resultaba familiar. Mi madre confirmó nuestra relación, aunque le sorprendió que no le hubiera hablado de nuestros planes de boda. A pesar de las confirmaciones, Alberto me parecía un completo extraño.
Cuando por fin me dieron el alta, Alberto me llevó a casa, donde me esperaba Tobi, mi perro jack russell. Pero en lugar de la alegre bienvenida que esperaba, Tobi ladró con agresividad e intentó morder a Alberto, algo totalmente fuera de su carácter habitual. Él dijo que el perro nunca lo había aceptado, pero su explicación no me convenció.
Los días siguientes aparecieron más señales de alarma. Alberto me cambió el móvil estropeado, pero también el número, impidiéndome contactar con mis amigos. Me desanimaba de ver a nadie, diciendo que necesitaba descansar. Quería acelerar nuestros planes de boda pese a que yo no recordaba nada de nuestra relación. Y lo más perturbador: Tobi seguía reaccionando mal cada vez que Alberto se acercaba.
La verdad salió cuando mi amiga Lucía vino a verme, a pesar de los intentos de Alberto por evitarlo. Me reveló que no había rastro de su existencia y que yo nunca había mencionado un prometido antes del accidente. Ese mismo día llegó un paquete con un contrato matrimonial que le daría a Alberto la mitad de mis bienes en caso de divorcio—una suma importante heredada de mi abuela.
Llamamos a la policía y descubrieron que Alberto era en realidad Hugo, un antiguo empleado de la residencia donde había estado mi abuela en sus últimos meses. Había averiguado lo de mi herencia y aprovechó mi amnesia para inventarse una identidad como mi prometido. Si no hubiera sido por el instinto protector de Tobi, que me alertó de que algo iba mal, podría haberme casado con un desconocido y perderlo todo. A veces, nuestras mascotas saben lo que nosotros no, y en mi caso, el ladrido de mi perro me salvó de un engaño devastador.