**Diario de un padre**
Cuando Pablo apenas tenía cinco años, su mundo se derrumbó. Su madre ya no estaba. Se quedó en un rincón de la habitación, paralizado por la confusión. ¿Qué pasaba? ¿Por qué la casa estaba llena de desconocidos? ¿Quiénes eran? ¿Por qué todos hablaban en voz baja, como si escondieran algo?
El niño no entendía por qué nadie sonreía. Por qué le decían: “Ánimo, pequeño”, y lo abrazaban con una tristeza que le pesaba. Él solo echaba de menos a su madre.
Su padre, Javier, parecía un extraño. No lo miró, no lo abrazó, ni pronunció una palabra. Solo permaneció alejado, vacío. Pablo se acercó al ataúd y observó a su madre. Ya no era la misma: pálida, fría, inmóvil. Le daba miedo. No se atrevió a tocarla.
Sin ella, todo se volvió gris. Dos años después, Javier se casó con Luisa. Ella nunca encajó en la vida de Pablo. Le regañaba por todo, como si buscara excusas para enfadarse. Y Javier callaba. Nunca lo defendió.
Pablo guardaba el dolor dentro. Cada día deseaba volver al pasado.
Hoy era especial: el cumpleaños de su madre. Quería visitarla. Llevarle flores. Calas blancas, sus favoritas. Las recordaba en fotos antiguas, brillando junto a su sonrisa.
Pero no tenía dinero. Decidió pedírselo a su padre.
—Papá, ¿me das algo de dinero? Lo necesito…
Luisa irrumpió desde la cocina:
—¡Otra vez pidiendo! ¿Crees que el dinero crece en los árboles?
Javier intentó calmarla:
—Déjalo, Luisa. Hijo, ¿para qué lo quieres?
—Para comprar flores a mamá. Hoy es su cumpleaños…
Luisa resopló:
—¡Qué tontería! ¿Flores? ¡Coge algo del jardín y basta!
—Allí no hay calas —respondió Pablo con firmeza.
Javier suspiró y volvió a su periódico. Pablo entendió: no habría dinero.
Subió a su habitación, sacó su hucha y contó las monedas. No era suficiente, pero quizá…
Corrió a la floristería. Las calas blancas relucían en el escaparate. Entró decidido.
—¿Qué quieres? —la dependiente lo miró con desdén—. Aquí no vendemos chuches.
—Quiero comprar calas. ¿Cuánto cuestan?
La cifra era el doble de lo que llevaba.
—Por favor… —suplicó—. Puedo trabajar para pagarlas… Limpiar, ordenar…
—¡Vamos! ¿Crees que esto es una beneficencia? ¡Lárgate!
Un hombre entró en ese momento. Se llamaba Héctor.
—¿Por qué le grita así? —preguntó con firmeza.
—¡No es asunto suyo!
Héctor se acercó a Pablo, que lloraba en silencio.
—Cuéntame, ¿por qué querías las flores?
—Son para mamá… Murió hace tres años. Hoy es su cumpleaños…
Héctor sintió un nudo en la garganta.
—Tu madre estaría orgullosa de ti —dijo, comprando dos ramos—. Uno para ti, otro para alguien importante para mí.
Al salir, Pablo ofreció devolverle el dinero, pero Héctor se negó.
—Hoy es un día especial para alguien que amé. Las calas eran sus favoritas.
Pablo corrió al autobús, abrazando las flores. Héctor lo vio marcharse con una extraña conexión.
Más tarde, buscó a su antigua amor, Irene. Una vecina le dio la noticia: Irene había muerto.
—¿Cómo? —tartamudeó.
La mujer añadió:
—Se casó con Vicente. Él la aceptó embarazada. Pero ella siempre amó a otro.
Héctor palideció.
—¿Embarazada?
Corrió al cementerio. Sobre la tumba de Irene había calas frescas.
—Pablo… —susurró—. Eres mi hijo.
Encontró al niño en un parque. Vicente apareció y, reconociendo a Héctor, asintió:
—Sabía que vendrías. Irene siempre te esperó.
Héctor tomó la mano de Pablo.
—Perdón por llegar tarde… Nunca más te dejaré.
Pablo lo miró con calma.
—Sabía que vendrías. Mamá me hablaba de ti.
Héctor lo abrazó y lloró. Había recuperado lo que nunca debió perder.
**Lección aprendida:** El amor verdadero trasciende el tiempo. A veces, la vida nos devuelve lo que el destino nos robó, aunque sea tarde. Lo importante es no rendirse.