El día que cumplí dieciocho, mi madre me echó de casa. Años después, el destino me devolvió y descubrí su macabro secreto escondido en la cocina

Lucía siempre se había sentido como una extraña en su propia casa. Su madre claramente prefería a sus hermanas mayores, Carmen y Marta, mostrándoles mucho más cariño y atención. Esta injusticia la hería profundamente, pero guardaba su resentimiento dentro, intentando constantemente agradar a su madre para acercarse aunque fuera un poco a su afecto.

“¡Ni sueñes con vivir conmigo! El piso será para tus hermanas. Y además, desde pequeña me has mirado como una loba. Así que vive donde quieras”, fueron las palabras con las que su madre la echó de casa al cumplir dieciocho años.

Lucía intentó defenderse, argumentando que no era justo. Carmen solo le llevaba tres años y Marta cinco. Ambas habían terminado la universidad pagada por su madre; a ellas nadie les había apresurado para ser independientes. Pero Lucía siempre había sido la diferente. A pesar de sus esfuerzos por ser “buena”, en la familia solo la querían superficialmente, si es que eso podía llamarse amor. Solo su abuelo la trataba con ternura. Él había acogido a su hija cuando quedó embarazada y su marido las abandonó sin dejar rastro.

“Quizá mi madre todavía sufre por mi hermana. Dicen que me parezco mucho a ella”, pensaba Lucía, buscando una explicación para el desprecio de su madre. Había intentado hablar con ella en varias ocasiones, pero siempre acababa en gritos o en un berrinche.

Pero su abuelo fue su verdadero apoyo. Sus mejores recuerdos de infancia estaban ligados al pueblo donde pasaban los veranos. A Lucía le encantaba trabajar en la huerta, ordeñar las vacas, hacer pasteles… cualquier cosa para retrasar el regreso a casa, donde cada día la recibían con desdén.

“Abuelo, ¿por qué nadie me quiere? ¿Qué tengo de malo?”, preguntaba a menudo, conteniendo las lágrimas.

“Yo te quiero mucho”, respondía él con dulzura, pero nunca dijo una palabra sobre su madre o sus hermanas.

La pequeña Lucía quería creerle, pensar que sí era querida, aunque fuera de un modo especial… pero cuando cumplió diez años, su abuelo murió, y desde entonces la trataron aún peor. Sus hermanas se burlaban de ella, y su madre siempre las defendía.

A partir de ese día, nunca tuvo nada nuevo, solo ropa usada de Carmen y Marta. Se reían de ella:

“¡Qué blusa tan elegante! ¿Para limpiar el suelo o para Lucía… lo que haga falta!”

Y si su madre compraba dulces, ellas se lo comían todo, entregándole solo los envoltorios:

“Toma, tonta, colecciona los papeles”.

Su madre lo oía todo, pero nunca las regañaba. Así creció Lucía, como una “loba”, innecesaria, mendigando amor de quienes la veían como objeto de burla. Cuanto más se esforzaba por ser buena, más la despreciaban.

Por eso, cuando su madre la echó a los dieciocho, encontró trabajo como auxiliar de enfermería en un hospital. La resistencia y el trabajo duro eran algo normal para ella, y al menos ahí le pagaban, aunque poco. Pero allí nadie la odiaba. Si no te tratan con maldad donde eres amable, ya es un avance. Eso pensaba.

Su jefa incluso le ofreció una beca para formarse como cirujana. En aquel pueblo pequeño, hacían falta especialistas, y Lucía ya había demostrado talento como enfermera.

La vida era dura. A los veintisiete, no tenía familia cercana. El trabajo se convirtió en su vida: literalmente, vivía para los pacientes que salvaba. Pero la soledad nunca la abandonó. Vivía en una residencia, igual que antes.

Visitar a su madre y hermanas era una decepción constante. Lucía iba lo menos posible. Todos salían a fumar y cotillear, mientras ella se quedaba en el porche, llorando.

Un día, en uno de esos momentos, se acercó un compañero, el auxiliar Javier:

“¿Por qué lloras, guapa?”.

“Qué guapa… No te burles”, respondió Lucía en voz baja.

Se consideraba insignificante, una ratoncita gris, sin darse cuenta de que, ya casi treintañera, era una rubia menuda de ojos azules, con una nariz delicada. La torpeza juvenil había desaparecido; llevaba el pelo recogido en un moño impecable, como si quisiera escapar de él.

“¡Pero si eres muy guapa! Valórate y no bajes la cabeza. Además, tienes futuro como cirujana y la vida te va bien”, la animó.

Javier trabajaba con ella desde hacía casi dos años, a veces le regalaba bombones, pero esa fue su primera conversación seria. Lucía lloró y le contó todo.

“¿Por qué no llamas a Don Antonio? Al que salvaste hace poco. Él te aprecia. Dicen que tiene muchos contactos”, sugirió.

“Gracias, Javi. Lo intentaré”, respondió.

“Y si no funciona, nos podemos casar. Tengo un piso, no te maltrataré”, dijo medio en broma.

Lucía se ruborizó y se dio cuenta de que hablaba en serio. Él no veía a una pobre huérfana, sino a una mujer que merecía amor.

“Vale. Lo tendré en cuenta”, sonrió, sintiendo por primera vez en mucho tiempo que no era una “bestia de carga”, sino una mujer joven, con todo por delante.

Esa misma noche, Lucía marcó el número de Don Antonio:

“Soy Lucía, la cirujana. Me dio su número y dijo que podía llamarle si tenía problemas…”, empezó, titubeando.

“¡Lucía! ¡Qué alegría que por fin llames! ¿Cómo estás? Aunque, mejor quedamos. Ven a casa, tomaremos un café y hablamos. A los viejos nos gusta charlar”, respondió él con calidez.

Al día siguiente, Lucía fue a verle. Le contó su situación y le preguntó si conocía a alguien que necesitara una cuidadora.

“Ya sabe, Don Antonio, estoy acostumbrada al trabajo duro, pero ahora siento que no doy más de mí…”.

“No te preocupes, Lucía. Puedo conseguirte un puesto en una clínica privada. Y vivirás conmigo. Sin ti, yo no estaría aquí”, dijo.

“¡Claro que sí, Don Antonio, acepto! Pero… ¿y su familia?”.

“Mi familia solo aparece cuando me muero. Les interesa el piso”, respondió con tristeza.

Así empezaron a vivir juntos. Pasaron dos años, y surgió un romance entre ella y Javier, que se extendió en tardes de café. Pero a Don Antonio no le caía bien Javier y no perdía ocasión de advertirle:

“Siento decírtelo, cariño, pero Javier es buen chico, aunque débil y fácil de influenciar. No puedes fiarte de alguien así. No te encariñes demasiado”.

“Ay, Don Antonio… ya es tarde. Hemos decidido casarnos. Además, ya me lo propuso en broma hace dos años. Y ahora estoy embarazada…”, anunció feliz, radiante. Aunque enseguida añadió: “¡Pero tú sigues siendo muy importante para mí! Vendré a verte todos los días. Eres como mi familia”.

“Bueno, Lucía… no me encuentro bien. Mañana iremos al notario y pondré a tu nombre una casa en el pueblo. Siempre te ha gustado la vida rural. Puede ser tu refugio… o venderla”.

Se detuvo, sin terminar la frase, frunciendo el ceño.

Lucía intentó oponerse: era demasiado, él viviría muchos años más, mejor que la casa fuera para sus hijos. Aunque en los últimos dos años solo lo habían visitado una vez. Pero Don Antonio fue firme.

Quedó impactada al descubrir que la casa estaba en el mismo pueblo donde había vivido su querido abuelo. Su antigua casa ya no existía, el terreno vendido, pero tener un trozo de tierra allí le removió recuerdos entrañables.

“No me lo merezco, pero muchas gracias, Don Antonio”, dijo con sinceridad.

“Una condición: no le digas a Javier que la casa está”Desde ese día, Lucía comprendió que, aunque la vida le había dado golpes duros, al fin había encontrado su lugar en el mundo, un hogar donde construir su propia felicidad junto a su hijo.”

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