Durmió en el suelo para proteger a los gemelos, y luego el millonario lo descubrió todo6 min de lectura

Compartir:

La mansión de los Delvillar se alzaba imponente y silenciosa, sus suelos de mármol brillaban bajo el tenue fulgor de los candelabros. Afuera, el viento invernal arañaba los altos ventanales, sacudiéndolos con cada ráfaga gélida. Dentro, sin embargo, el aire era denso y pesado, una calidez que se aferraba más a las paredes que al corazón de quienes habitaban allí.

Lucía se ajustó el uniforme turquesa de sirvienta y se frotó el brazo a través de los finos guantes de limpieza. Su antebrazo aún le ardía, donde un moretón, profundo y violáceo, había comenzado a formarse esa misma mañana. Había aprendido hacía tiempo que los moratones eran más fáciles de ocultar que las palabras pronunciadas fuera de lugar. En la casa de los Delvillar, el silencio era supervivencia.

Llevaba catorce horas de pie, fregando, puliendo, limpiando el polvo, pero su trabajo no terminaba ahí. Los gemelos se habían dormido exhaustos después de llorar toda la tarde, y Lucía había sido la única en consolarlos. Sus llantos habían rasgado el aire durante lo que pareció una eternidad, y nadie más acudió.

Los niños, de apenas tres meses, yacían ahora sobre una fina manta blanca extendida en la alfombra, vestidos con unos monos azul claro idénticos. Sus pequeños pechos se elevaban y caían al unísono, frágiles pero serenos. Sus mejillas, sonrosadas, se rozaban suavemente mientras dormían, buscando calor no en su padre ni en su familia, sino en la única mujer que se quedaba.

Lucía se arrodilló junto a ellos, con el cuerpo dolorido y el espíritu exhausto. Cuando la contrataron seis meses atrás, le habían dicho que su labor sería solo la limpieza, pero la realidad se reveló pronto. Las niñeras iban y venían, sin durar más de unas semanas. Cuando se marchaban, nadie las reemplazaba. Era más fácil para los Delvillar cargar a Lucía con el cuidado de los niños que buscar ayuda.

La madre de los pequeños había muerto en el parto, y su memoria solo se mencionaba en susurros entre el personal, como si pronunciar su nombre pudiera perturbar su descanso. Enrique Delvillar, su padre, era un hombre cuyo nombre imponía respeto en los despachos y cuyas decisiones movían mercados. Pero en su hogar, era un fantasma. Lucía observó a los gemelos dormir, con el corazón cargado de amor y preocupación.

Esa misma noche, uno había tenido fiebre, sus diminutos puños apretados por el dolor, mientras el otro gritó hasta quedarse ronco. Lucía los había mecido, tarareado y calmado como pudo. Ahora le temblaban los brazos del esfuerzo. No se atrevía a dejarlos en su cuarto. La habitación estaba demasiado fría, las cunas demasiado duras.

Así que se quedó allí, donde la alfombra guardaba el calor de la lámpara. La fatiga la arañaba. Se tumbó junto a los niños, con la mejilla apoyada en su brazo y la mano enguantada extendida sobre la manta, protegiendo. Escuchó sus suaves respiraciones, prometiéndose que no cerraría los ojos. Pero el cansancio la traicionó. Se dijo que sería solo un momento.

La casa estaba en silencio cuando se abrió la puerta principal. Enrique Delvillar entró, sus pasos firmes, su traje azul marino impecable, su corbata roja perfectamente anudada. Llevaba su maletín en una mano mientras con la otra aflojaba el nudo de la corbata. Al pisar el salón, se detuvo en seco.

Allí, en el suelo, estaba su sirvienta, su cabeza a escasos centímetros de sus hijos. Los gemelos dormían sobre la manta, las mejillas rozando la tela suave. El brazo de Lucía descansaba en el borde, como un guardián silencioso. Él notó el moretón, leve pero innegable. Su voz cortó el silencio como un cuchillo.

—¿Qué demonios pasa aquí?

Lucía se despertó sobresaltada, el pulso acelerado. Se incorporó de golpe, mirando entre él y los gemelos. Uno de los niños gimió.

—Te he hecho una pregunta —insistió Enrique, avanzando—. ¿Por qué están mis hijos en el suelo? ¿Por qué estabas tú ahí? —Se interrumpió, la mirada clavada en su moretón—. ¿Qué te ha pasado en el brazo?

Lucía tragó saliva, su voz fue un susurro.

—Lloraban. Necesitaban…

—Para eso tienen niñera —espetó él.

Ella alzó la barbilla. Por primera vez, no retrocedió.

—No. No la tienen. Solo estoy yo.

Una sombra de duda cruzó su rostro, pero su tono siguió frío.

—Hablamos ahora en mi despacho.

El pecho de Lucía se oprimió al mirar de reojo a los gemelos, aún dormidos, tan pequeños y ajenos a todo. Se levantó despacio, las rodillas entumecidas por horas en el suelo. Lo siguió.

El despacho estaba en penumbra, iluminado solo por el resplandor de la chimenea. Las sombras bailaban sobre los rasgos afilados de Enrique mientras dejaba el maletín sobre la mesa. Su voz era una orden.

—Explícate.

Las manos de Lucía temblaban, pero sus palabras fueron firmes.

—Llevan semanas sin cuidados. La última niñera dejó el trabajo y nadie la reemplazó. Yo limpio, cocino, y los atiendo porque no hay nadie más. Esta noche, uno tenía fiebre. No podía dejarlo en esa habitación helada. Por eso me quedé con ellos donde hacía más calor.

Su mandíbula se tensó.

—¿Y por qué estabas tumbada ahí?

Lucía sostuvo su mirada.

—Porque estaba agotada. Llevo trabajando desde el amanecer. No he comido desde esta mañana. Cuando por fin dejaron de llorar, me quedé cerca por si despertaban. No quería dormirme, pero si tuviera que hacerlo de nuevo, lo haría. Se sentían seguros.

Algo cambió en la expresión de Enrique. Su ira se apagó, reemplazada por algo más pesado.

—¿El moretón? —preguntó.

Lucía se tocó el brazo instintivamente.

—Uno de tus invitados la semana pasada. Me empujó cuando pasaba con una bandeja. Caí. Nadie se dio cuenta —hizo una pausa—. O quizá a nadie le importó.

Enrique se quedó inmóvil. Recordaba esa noche. El champán, las risas, el ruido de los negocios que no había visto. O quizá no había mirado.

—Deberías habérmelo dicho —murmuró.

—¿Habría importado? —su voz se quebró—. Ni siquiera los ve, señor Delvillar. No ve a sus hijos. Solo me tienen a mí. Y yo tampoco soy nada aquí. Solo soy la sirvienta.

La chimenea crepitó. El silencio se alargó. Enrique se volvió hacia la ventana, su reflejo pintado por la luz anaranjada, atormentado por los recuerdos de su difunta esposa y los días que había enterrado en el trabajo. Finalmente, dijo:

—Quédate aquí.

Salió del despacho de golpe. Lucía permaneció inmóvil, sin entender. Minutos después, volvió cargando dos mantas azules de la habitación de los niños. Sin decir nada, se arrodilló junto a ellos, de verdad esta vez, y arropó con cuidado sus pequeños cuerpos.

—Son más pequeños de lo que recordaba —susurró Enrique. Su mano se quedó suspendida sobre sus cabezas, temblorosa, con miedo de tocarlos.

—Te necesitan —dijo Lucía en voz baja—. No solo a tu nombre.

Él la miró, el peso de su ausencia grabado en su rostro—He sido un cobarde —confesó Enrique, mientras una lágrima caía sobre la manta azul—. Pero desde hoy, juntos, les daremos el amor que merecen.

Leave a Comment