—Debes de estar bromeando —dijo Lucía, mirando a don Rodrigo Mendoza con los ojos muy abiertos.
Él negó con la cabeza lentamente.
—No bromeo. Pero te doy tiempo para pensarlo. La propuesta no es común, lo sé. Incluso imagino lo que debes de estar pensando. Reflexiona… volveré en una semana.
Lucía lo observó, confundida. Las palabras que acababa de escuchar no encajaban en su mente.
Conocía a don Rodrigo desde hacía tres años. Era dueño de varias gasolineras y otros negocios. En una de ellas, ella trabajaba como limpiadora. Siempre saludaba con amabilidad al personal, hablando con cortesía. En general, era un hombre bueno.
El sueldo en la gasolinera era decente, y muchos querían trabajar allí. Hacía unos meses, tras terminar su turno, Lucía esperaba sentada fuera, disfrutando del poco tiempo que le quedaba antes de marcharse.
De pronto, se abrió la puerta del personal y apareció don Rodrigo.
—¿Puedo sentarme contigo?
Lucía se levantó de golpe.
—¡Por supuesto! ¿Por qué lo pregunta?
—¿Y por qué te levantas así? Siéntate, no muerdo. Hoy es un buen día.
Ella sonrió y volvió a sentarse.
—Sí, en primavera parece que todo mejora.
—Es que ya estamos hartos del invierno.
—Tal vez tenga razón.
—Siempre quise preguntarte: ¿por qué trabajas de limpiadora? Carmen te ofreció ser cajera. Mejor sueldo, menos esfuerzo.
—Me encantaría, pero no puedo por el horario. Mi hija es pequeña y se enferma a menudo. La vecina la cuida, pero cuando hay brotes, debo estar yo. Por eso Carmen y yo nos turnamos. Ella siempre me ayuda.
—Ya veo… ¿Y qué le pasa a la niña?
—Ay, no quiera saber… Los médicos no terminan de entenderlo. Sufre ataques, se ahoga, tiene pánico… Y las pruebas son caras. Dicen que quizá con la edad mejore, pero yo no puedo esperar…
—Ánimo. Todo saldrá bien.
Lucía agradeció sus palabras. Esa misma noche, supo que don Rodrigo le había dado un bono extra, sin explicación alguna.
Después de eso, no lo volvió a ver. Hasta que ese día apareció en su casa.
Al verlo, su corazón casi se detuvo. Y al escuchar su propuesta, se sintió aún peor.
Don Rodrigo tenía un hijo: Javier, de casi treinta años. Siete de ellos los había pasado en una silla de ruedas tras un accidente. Los médicos hicieron lo imposible, pero nunca volvió a caminar. Depresión, aislamiento, rechazo incluso hacia su propio padre.
Entonces, a don Rodrigo se le ocurrió una idea: casar a su hijo. De verdad. Para que tuviera algo por lo qué luchar. No sabía si funcionaría, pero quería intentarlo. Y creyó que Lucía era la indicada.
—Lucía, vivirás con todas las comodidades. Tu hija tendrá los mejores médicos y tratamientos. Te propongo un contrato de un año. Pasado ese tiempo, te irás, pase lo que pase. Si Javier mejora, bien. Si no, recibirás una buena compensación.
Lucía no podía hablar, invadida por la indignación.
Don Rodrigo, como si leyera su mente, añadió suavemente:
—Lucía, te lo pido, ayúdame. Esto nos beneficia a los dos. Ni siquiera estoy seguro de que mi hijo se acerque a ti. Pero para ti será más fácil: estarás casada, en una posición respetable. Imagina que te casas por necesidad, no por amor. Solo te pido una cosa: de esta conversación, no le digas nada a nadie.
—Espere, don Rodrigo… ¿Y Javier? ¿Está de acuerdo?
El hombre sonrió con tristeza.
—Dice que le da igual. Le diré que tengo problemas… con los negocios, con mi salud. Lo importante es que se case. De verdad. Siempre confió en mí. Así que esto… es una mentira piadosa.
Don Rodrigo se marchó, y Lucía se quedó inmóvil, paralizada. Por dentro, la rabia hervía. Pero sus palabras directas, honestas, suavizaron un poco lo crudo de su oferta.
Y si lo pensaba… ¿qué no haría por Irene?
¿Y él? También era padre. También amaba a su hijo.
Aún no había terminado su jornada cuando sonó el teléfono.
—¡Lucía, ven rápido! ¡Irene está muy mal!
Llegó justo cuando la ambulancia frenaba frente a su casa.
—¿Dónde estaba, madre? —preguntó el médico con severidad.
—Trabajando…
El ataque era grave.
—¿No debería ir al hospital? —preguntó Lucía, temblorosa.
El médico, que no la conocía, movió la mano, cansado.
—¿Para qué? Allí no podrán hacer más. Lo mejor sería llevarla a Madrid, a una clínica especializada.
Media hora después, los médicos se fueron.
Lucía tomó el teléfono y llamó a don Rodrigo.
—Acepto. Irene ha tenido otro ataque.
Al día siguiente partieron.
Don Rodrigo llegó en persona, acompañado de un joven bien vestido.
—Lleva solo lo necesario. Lo demás lo compraremos.
Ella asintió. Irene miraba con ojos brillantes el coche, grande y reluciente.
Don Rodrigo se agachó frente a ella.
—¿Te gusta?
—¡Muchísimo!
—¿Quieres ir delante? Así verás todo mejor.
—¿De verdad? ¡Sí!
La niña miró a su madre, dudosa.
—Si nos ve la Guardia Civil, nos multarán —dijo Lucía con firmeza.
Don Rodrigo rio y abrió la puerta.
—¡Sube, Irene! Y si alguien quiere multarnos, ¡les pagaremos con creces!
A medida que se acercaban a la casa, Lucía se ponía más nerviosa.
«Dios mío, ¿en qué me he metido? ¿Y si es raro, violento…?»
Don Rodrigo notó su inquietud.
—Lucía, tranquila. La boda es dentro de una semana. Puedes echarte atrás en cualquier momento. Y además… Javier es un buen chico, inteligente, pero algo se rompió en él. Ya lo entenderás.
Lucía ayudó a Irene a bajar y, de pronto, se detuvo, contemplando la casa. No era una simple vivienda: era una mansión.
—¡Mamá, vamos a vivir en un palacio! —gritó Irene, emocionada.
Don Rodrigo rio y la levantó en brazos.
—¿Te gusta?
—¡Mucho!
Hasta la boda, Lucía y Javier apenas se vieron en algunas cenas. El joven apenas comía o hablaba. Parecía ausente, como si su mente estuviera en otro lugar. Lucía lo observaba con cautela. Era guapo, pero pálido, como si llevara años sin ver el sol. Notaba que, como ella, arrastraba su propio dolor. Y le agradecía que nunca mencionara la boda.
El día de la ceremonia, cien personas parecían revolotear alrededor de Lucía. El vestido llegó la víspera. Al verlo, se dejó caer en una silla.
—¿Cuánto habrá costado esto?
Don Rodrigo sonrió.
—Lucía, mejor no lo sepas. Mira lo que tenemos aquí.
Sacó una réplica en miniatura del vestido de novia.
—Irene, ¿te lo pruebas?
La niña gritó de alegría. Después, desfiló por la habitación, radiante, como una princesa.
En un momento, Lucía giró y vio a Javier. Estaba en la puerta de su habitación, observando a Irene. En sus ojos asomaba una leve sonrisa.
Ahora Irene dormía en la habitación contigua a la suya. Su habitación. Nunca habría imaginado encontrarse allí.
Don Rodrigo les sugirió ir aDon Rodrigo los invitó a pasar el verano en su finca en Andalucía, pero Javier negó con la cabeza y dijo: “Gracias, padre, pero nos quedaremos aquí, juntos, porque al fin hemos encontrado nuestro hogar”.