Con solo catorce años, Lucía estaba sentada en el porche de la casa de su familia en un barrio residencial de Toledo, con una mochila a sus pies y el móvil al 8% de batería. El viento traía el frío de principios de noviembre, pero no era el aire lo que la hacía temblar, sino el silencio detrás de la puerta cerrada.
Dos horas antes, su madre estaba en la cocina, pálida y rígida, sosteniendo el test de embarazo que Lucía había tirado a la basura, envuelto en papel higiénico.
“Me mentiste”, dijo su madre con una voz monótona, desconocida. “Todo este tiempo. ¿Cuánto llevas embarazada?”
Lucía no supo responder de inmediato. Aún lo estaba asimilando. Ni siquiera le había contado a Diego, el chico con el que salía en secreto desde hacía cuatro meses.
“Ocho semanas”, susurró.
Su madre la miró fijamente, luego se giró hacia su padrastro, Antonio, que acababa de entrar. Al principio, no dijo nada, solo cruzó los brazos.
“No te lo vas a quedar”, dijo finalmente su madre.
Lucía alzó la vista, sorprendida. “¿Qué?”
“Me has oído. Y si crees que vas a seguir viviendo aquí mientras arrastras el nombre de esta familia por el fango—”
“Tiene catorce años”, interrumpió Antonio con un suspiro. “Necesita consecuencias, Carmen.”
“Yo no…”, empezó Lucía, pero la frase se perdió. Sabía que no importaba lo que dijera.
Al anochecer, estaba en el porche. Sin gritos. Sin súplicas. Solo una mochila, cerrada y con lo que pudo agarrar: dos vaqueros, tres camisetas, su carpeta de mates y un bote casi vacío de vitaminas prenatales que compró en el ambulatorio local.
El único lugar que se le ocurrió fue la casa de su amiga Nuria. Le escribió, luego llamó. No hubo respuesta. Era noche de colegio.
El estómago le retorcía. No solo por las náuseas, que se habían convertido en su acompañante no deseado, sino por el peso de lo que ahora se avecinaba: quedarse sin hogar.
Se abrazó más fuerte y miró el vecindario. Todo estaba en silencio, cada casa una caja de luz cálida y normalidad. Detrás de ella, la luz del porche se apagó. Su madre siempre la programaba con temporizador.
Eso fue todo.
No volvería.
Lucía dejó de intentar contactar con Nuria. Los dedos se le habían entumecido para teclear. Cerca de las once de la noche, empezó a caminar. Pasó por el parque donde quedaba con Diego. Pasó por la biblioteca donde buscó “síntomas de embarazo” por primera vez. Cada paso pesaba más.
No lloró. Todavía no.
El albergue juvenil municipal estaba a ocho kilómetros. Lo había visto en un cartel del instituto. “Refugio seguro para jóvenes. Sin preguntas.” “Sin juicios.” Eso se le quedó grabado.
Cuando llegó, tenía ampollas en los pies y la cabeza le daba vueltas. La puerta estaba cerrada, pero había un timbre. Una mujer de pelo corto y gris la abrió al minuto, escudriñándola de arriba abajo.
“¿Nombre?”
“Lucía, no tengo a dónde ir.”
Dentro hacía más calor de lo que imaginaba. No era acogedor, pero sí tranquilo. La mujer, Pilar, le dio una manta, una barrita de cereales y un vaso de agua. Sin sermones. Sin amenazas. Lucía comió despacio, el estómago revuelto.
Esa noche, durmió en una litera en una habitación compartida con otras dos chicas: Marta, de dieciséis, que estudiaba para la prueba de acceso, y Alma, que hablaba poco. No hicieron preguntas. Entendían a su manera.
A la mañana siguiente, Pilar la llevó a una pequeña oficina. “Estás segura aquí, Lucía. Tendrás una trabajadora social. Atención médica. Apoyo escolar. No avisamos a tus padres a menos que estés en peligro.”
Lucía asintió.
“Y… sé que estás embarazada”, añadió Pilar con dulzura. “También te ayudaremos con eso.”
Fue la primera vez que Lucía sintió un poco de aire en los pulmones.
En las semanas siguientes, aprendió lo que era valerse por sí misma. Conoció a Ana, su trabajadora social, que le ayudó a programar citas prenatales, terapia y a matricularse en un instituto alternativo para chicas embarazadas.
Lucía estudiaba mucho. No quería ser solo “la chica que se quedó embarazada a los catorce”. Quería ser algo más. Para ella. Y para el bebé que crecía dentro.
Por Navidad, Diego le escribió al fin: “Oí que te fuiste. ¿Es cierto?”
Miró la pantalla. Luego borró el mensaje.
Él lo sabía. Simplemente no le importó lo suficiente comoPero cuando sostuvo por primera vez a su hija, Sabina, bajo el sol de julio, supo que el amor, aunque frágil, podía ser el cimiento de un nuevo comienzo.