El sol abrasador se ponía, tiñendo la sabana de tonos dorados y anaranjados.
Los turistas volvían al campamento después de un largo día de safari cuando una de ellas, Lucía Mendoza, notó un movimiento extraño cerca del río.
Una sombra enorme se debatía en el agua lodosa, y solo al mirar con atención se dio cuenta de que era un león.
Un predador gigantesco, el orgulloso rey de la selva, se ahogaba en el río, luchando por mantenerse a flote.
Enseguida lo entendió: algo iba mal.
Los leones saben nadar, pero este estaba herido y débil.
Y en ese instante, cuando todos se quedaron paralizados por el miedo, Lucía no lo dudó ni un segundo.
Dejó su mochila y su cámara en el suelo y se lanzó al agua.
El río frío la recibió con una corriente fuerte.
Sacar al león a la orilla parecía imposible: el cuerpo del animal era pesado, su pelaje empapado lo hundía aún más.
Lucía forzó cada músculo, respirando con dificultad segundo tras segundo.
Pero la idea de que esa bestia muriera ante sus ojos la empujó a seguir.
Agarró al león por el cuello y, con un último esfuerzo, lo sacó del río.
Por fin, con una energía sobrehumana, lo arrastró hasta la orilla. El león yacía inmóvil, su pecho no se movía.
Desesperada, Lucía se arrodilló a su lado y comenzó a hacerle masajes cardíacos.
Sus palmas golpeaban el pecho fuerte pero inerte del animal, una y otra vez.
La sangre le zumbaba en los oídos, las manos le ardían del esfuerzo, pero no paraba, apretando los dientes.
Pasaron minutos angustiosos.
Y de pronto… un respiro casi imperceptible.
Luego otro.
El cuerpo del león se estremeció, y unos ojos ámbar enormes se abrieron lentamente.
Lucía retrocedió.
Cuando la bestia, tambaleándose, se puso en pie, el corazón de Lucía casi se le salía del pecho.
Lo sabía: ahora todo terminaría. Estaba frente a un predador.
El león no distinguiría entre amigo y enemigo. El instinto mandaría.
Pero entonces ocurrió algo inesperado.
El animal dio un paso hacia ella, luego otro.
Lucía se quedó quieta, sin atreverse a respirar. Y de repente, el enorme felino bajó la cabeza y… le lamió las manos.
Después la cara. Su lengua áspera era cálida y viva. Parecía que el león le estaba agradeciendo por salvarlo de la muerte.
Se miraron a los ojos: una humana y un animal salvaje, unidos por un momento de desesperación y lucha.
Y entonces, el león giró bruscamente y, con pasos lentos, desapareció entre la maleza, fundiéndose en el bosque.
Lucía se quedó inmóvil un largo rato, sintiendo cómo le latía el corazón con fuerza.
Entendió que ese día no solo había salvado a un león. Había vivido un encuentro que la cambiaría para siempre.





