La tierra cayó con un golpe sordo sobre la tapa del ataúd.
Cada sonido opaco atravesaba el pecho de Lucía. Su hija, Marina, había muerto de forma repentina en una carretera bajo la lluvia, con solo dieciocho años. Miguel, su marido, destacaba entre la multitud, su rostro inexpresivo como una máscara impenetrable. En veinte años de matrimonio, nunca había logrado descifrar qué escondía aquella mirada.
“Es hora de irnos”, dijo él cuando el duelo se disipó. En el coche, habló con frialdad. “Tenemos que ir al centro de donaciones. Hay que recoger las cosas de Marina y repartirlas cuanto antes.”
Lucía sintió un escalofrío helado. “Miguel, el funeral terminó hace apenas unas horas.”
“Precisamente por eso”, respondió tajante, sin apartar los ojos de la carretera. “Aferrarse solo empeora el dolor. Es como arrancar una tirita. Cuanto más rápido, mejor.”
Aquél hombre le resultaba extraño. O quizás, por fin, lo veía como era. Esa noche, despertó al oír su voz susurrante en el pasillo. “Todo va según lo planeado”, murmuró al teléfono. “Mañana nos deshacemos de todo. No, ella no sospecha nada.”
A la mañana siguiente, Miguel entró con cajas a la habitación. “Los de la mudanza vienen pasado mañana”, anunció. “Hoy hay que empaquetarlo todo.” Le entregó una lista minuciosa: cada detalle de la vida de Marina, organizado para su eliminación.
“Miguel, no puedo”, suplicó ella, rompiéndose la voz.
Su expresión se tornó violenta. “¡Deja de aferrarte al pasado! ¿Crees que esto es fácil para mí?” Luego, suavizó el tono y la abrazó. “Perdona. Esto nos ayudará a superarlo. Confía en mí.”
Ella asintió débilmente, demasiado agotada para discutir. Tal vez tenía razón.
Sola, Lucía entró en la habitación de Marina. Estaba intacta, como congelada en el tiempo. Se sentó en la cama donde habían susurrado horas sobre el instituto, los chicos y el sueño de Marina de estudiar biología marina. Abrió el armario y comenzó a doblar la ropa: cada prenda, un recuerdo. El vestido de graduación. Un pañuelo. Entonces, el vestido de seda favorito de Marina. Lucía lo apretó contra su rostro, inhalando el aroma que aún quedaba.
Miguel apareció sin llamar. Le arrancó el vestido de las manos. “Esto ya no le sirve a nadie. No te tortures.” Lo lanzó a una bolsa de donaciones y se marchó.
Lucía miró hacia la puerta, sintiendo que algo no encajaba. Su mirada se posó en la mochila de Marina. Entre los libros, encontró un papel doblado con la letra apresurada de su hija:
*Mamá, si ves esto, mira detrás de mi cama. Entenderás.*
El corazón le latió desbocado. Se arrodilló y, en el rincón más oculto del marco de la cama, encontró una caja negra sellada. Los pasos de Miguel resonaron en el pasillo mientras sus dedos rozaban el objeto.
Para la cena, había escondido la caja en la rejilla del baño, el único sitio que Miguel nunca revisaba. Bajó con su máscara de dolor puesta.
“Doné una buena suma al instituto”, comentó él mientras abrían la comida a domicilio. “Pondrán una placa en memoria de Marina.”
Lucía lo estudió. ¿De dónde había sacado el dinero? Los documentos que había descubierto mostraban deudas. A menos que… fuera el seguro.
“Eso es muy generoso”, dijo con calma, “teniendo en cuenta nuestra situación.”
“Los negocios mejoraron”, se encogió de hombros. “Por Marina.” Alzó su copa. Al girarse, ella notó un movimiento rápido de su mano cerca de su vaso. ¿Paranoia? ¿O una advertencia?
“Prefiero un sedante”, dijo, levantándose. Más tarde, en el dormitorio, Miguel la esperaba con agua y dos pastillas desconocidas. La observó mientras fingía tragárselas. En cuanto se fue, las escupió en un pañuelo. Las analizaría más tarde.
Por la mañana, supo que debía actuar. “Tengo que pasar por el trabajo”, mintió. “Documentos que firmar.”
“Llamaré un taxi”, insistió él. “Lo rastrearé para asegurarme de que llegas bien.”
Un frío la recorrió. La vigilaba. Salió una manzana antes del destino y escribió al único que podía confiar: Raúl Mendoza, un viejo amigo de la familia y ex investigador. *Urgente. Vida o muerte.*
Se encontraron veinte minutos después en una cafetería junto al río. “Lucía”, murmuró Raúl, con el ceño fruncido. “¿Qué pasa?”
“Marina no murió por accidente”, exclamó. “Miguel lo planeó por el seguro. Ahora quiere acabar conmigo.”
El rostro de Raúl se tensó al ver las fotos de los documentos. Marina, sagaz como siempre, había reunido pruebas: las deudas de Miguel, su amante, las pólizas de seguro y mensajes comprometedores de un mecánico sobre “solucionar el problema con la hijastra”.
“Y esto”, añadió, mostrándole las pastillas.
Raúl las fotografió. “Las haré analizar. Si tengo razón, es suficiente. Ponte esto.” Le dio un micrófono del tamaño de un botón. “Graba directamente hacia mí. Consigue que hable.”
“Debo volver”, dijo. “Los originales siguen en casa.”
“Ten cuidado, Lucía”, advirtió. “Tu seguridad es lo primero.”
Al regresar, los mudadores aún estaban allí. Miguel los supervisaba con frialdad. “¿Dónde estabas?”
“La reunión se alargó”, respondió serena.
Aprovechó para entrar al baño. La caja había desaparecido.
El terror la golpeó. Él sabía. Al salir, se encontró con Miguel.
“¿Perdiste algo?”, preguntó en voz baja, sosteniendo una memoria USB—la de la caja de Marina.
“Marina era lista”, susurró. “Demasiado lista. Se convirtió en un problema.”
“¿Problema para qué?”, preguntó Lucía, el corazón a punto de estallar. El micrófono grababa.
“Para una vida nueva”, se encogió de hombros. “Estoy harto de este matrimonio, de esta casa. Necesitaba dinero. La póliza de Marina fue el primer paso. La tuya es la siguiente.” Su tono era práctico. “Un accidente trágico. Un viudo afligido cobra el seguro y desaparece.”
“Eres un monstruo.”
“Soy realista”, dijo fríamente. “Marina lo estropeó. Ahora tú también.” Se acercó. “¿Con quién te encontraste? ¿Quién vio los documentos?”
Ella calló. Él alzó su móvil. “No importa. El GPS es útil.” Le mostró la ruta del taxi, terminada en *La Rivera Café*. “Ahora, ¿quién estaba allí?” Accedió a las cámaras de seguridad.
Los mudadores gritaron abajo. Miguel la arrastró al armario, vendándole las muñecas y la boca con cinta. “Cállate”, gruñó antes de cerrar la puerta con llave.
El pánico creció. El micrófono. Raúl debía haber escuchado. ¿Llegaría a tiempo? Vio su móvil en el tocador. Con manos atadas, escribió a toda prisa: *Habitación, segunda planta, ayuda.*
Miguel volvió al irse los mudadores. Ella agarró una lámpara y se escondió tras la puerta. Cuando entró, atacó.
Él tropezó, pero no cayó. Más fuerte, la lanzó contra la pared. De una maleta, sacó una jeringuilla. “Quería que fueraLa puerta se abrió de golpe, y Raúl irrumpió con la policía justo cuando la aguja rozaba el cuello de Lucía, terminando para siempre la pesadilla que había comenzado aquella tarde lluviosa en la carretera.