Mi marido y mi mejor amiga me engañaron en lo que creía que sería el día más feliz de su vida. Pero el destino tenía otros planes. Parecía un día normal, o eso pensaba yo.
Después de semanas de preparación, mi marido, Javier, estaba a punto de dar una presentación crucial en un evento de su empresa, en el que había trabajado sin descanso. La presión era enorme, pero él estaba listo.
La noche anterior, lo había preparado todo con esmero, incluso su plato favorito: un cocido madrileño. Cuando se marchó por la mañana, le deseé suerte con una sonrisa que ocultaba mi creciente inquietud. Él se fue, sin sospechar lo que estaba por venir.
Sin embargo, mientras limpiaba la casa, me di cuenta de que había olvidado su portátil. ¡La presentación estaba ahí! No podía permitir que todo su esfuerzo se fuera al traste por un descuido tan tonto. Decidí llevárselo al hotel donde se celebraba el evento para salvarlo del desastre.
Al llegar, algo no cuadraba. El hotel, que solía estar lleno de gente, estaba extrañamente vacío. Confundida, me acerqué a recepción y pregunté por el evento. Para mi sorpresa, la recepcionista me dijo que no había nada programado.
Pensé que era un error y le pedí que revisara el sistema por si había alguna reserva a nombre de Javier. Tras un silencio incómodo, confirmó que, efectivamente, había una habitación registrada bajo su nombre y me dio el número.
Sospechosa, pero cautelosa, subí por las escaleras. Al acercarme al pasillo, escuché risas, murmullos y algo que me heló la sangre: besos. El corazón se me detuvo unos segundos.
Asomé la cabeza y, horrorizada, vi a Javier y a mi mejor amiga, Lucía, caminando de la mano hacia la habitación.
El dolor me atravesó como una puñalada, pero en lugar de enfrentarme a ellos, decidí sacar fotos como prueba. No podía creer lo que veía, pero tampoco iba a permitirlo.
Me escondí, con los ojos llenos de lágrimas, y supe que tendría mi revancha.
Bajé al lobby, donde la recepcionista, que había visto mi sufrimiento, se ofreció a ayudarme. Juntas, urdimos un plan maquiavélico.
Con una mirada cómplice, me guió hacia el ascensor privado, uno que no aparecía en los registros.
Cuando al fin llegaron, ellos, confiados, entraron en el ascensor y pulsaron el botón para subir. No tenían ni idea de que yo estaba ahí.
Las puertas se cerraron, y no pude evitar esbozar una sonrisa. Mi venganza era tan ingeniosa que ni en sus peores pesadillas lo habrían imaginado.
Mientras subían, dejé caer al suelo una bolsa llena de caramelos, sembrando el pánico con la ilusión de que algo iba mal.
Y mientras ellos especulaban, las puertas del ascensor se cerraron para siempre, sin saber que su suerte estaba echada.