Me desperté a las cinco de la mañana, cuando el amanecer apenas comenzaba a teñir el cielo de un gris pálido. A mi lado roncaba Javier, con un brazo sobre la frente—postura típica de quien nunca descansa lo suficiente. En silencio, descalza, me dirigí a la cocina, encendí la luz y saqué del frigorífico todo lo necesario para el pastel: bizcochos, nata montada, fresas recién compradas. Hoy Miguel cumplía cinco años, y quería que este día fuese mágico.
—¿No es demasiado temprano?— resonó una voz desde la puerta. Mi marido, con el pelo revuelto, entrecerraba los ojos por la luz.
—Vuelve a la cama— sonreí, amasando la mantequilla—. Si no empiezo ahora, no terminaré para cuando lleguen los invitados.
Asintió, pero en lugar de marcharse, se acercó por detrás, me abrazó y apoyó la mejilla en mi cuello.
—A veces creo que no te merezco— susurró.
Solté una risita y dejé el bol.
—¿Otra vez con lo del ascenso? Claro, ahora eres el jefe y yo sigo siendo la misma profesora de primaria.
—Lucía, basta— me giró hacia él—. Hoy se lo diremos a todos. Será la mejor sorpresa.
Asentí, conteniendo la emoción. Seis años de matrimonio, y sus caricias seguían haciéndome estremecer. Aunque al principio nadie creyó que funcionaríamos.
A las once, el pastel estaba terminado, las guirnaldas colgadas y los regalos escondidos en el armario. Alguien llamó a la puerta. Respiré hondo, me ajusté un mechón de pelo y abrí.
—¡Carmen López, qué sorpresa! ¡Qué temprano ha venido!
En el umbral estaba mi suegra, sosteniendo un paquete enorme. Su peinado impecable—peluquería semanal, obligatorio—y su maquillaje perfecto contrastaban con mi bata y mi pelo revuelto.
—Lucita— besó el aire cerca de mi mejilla—, vine antes para ayudar. Sabes lo importante que es que todo esté a la altura.
Sin decir nada, tomé su abrigo y la acompañé a la cocina. «Ayudar», en su vocabulario, significaba controlar cada uno de mis movimientos y señalar mis errores—especialmente aquellos que podrían mejorarse con su «buen gusto» y posición social.
—¿Y esto qué es?— señaló el pastel recién sacado del frigorífico—. ¿Lo has hecho tú? ¿Por qué no lo encargaste en una buena pastelería?
—Quería hacerlo yo misma— respondí con calma, sacando los platos—. A Miguel le gusta cuando lo hago.
—Bueno, es pequeño, no entiende de estas cosas— frunció el ceño—. ¿Y los invitados? ¿Qué van a pensar? No te ofendas, Lucía, pero una pastelería es sinónimo de clase. Esto es… casero.
Me callé, concentrándome en poner la mesa. Seis años de estos comentarios. Seis años insinuando que no estaba a la altura de su «nuera ideal».
—¿Y dónde está Javier?— miró alrededor—. ¿Todavía duerme? Como su padre, nunca le gustó madrugar.
—Está con Miguel en el parque. Volverán pronto.
Abrió el armario, sacó una taza y arrugó la nariz:
—¿Sigues con esta vajilla barata? Te regalé un juego de porcelana en Navidad. ¿No te gustó?
Ese juego costó casi lo mismo que mi sueldo mensual. Lo guardé para ocasiones especiales—por si los niños lo rompían.
Cada celebración era igual. Cada encuentro, un examen.
Recordé nuestra boda—sencilla, íntima. Carmen le susurró a Javier: «Podrías haber elegido mejor». Creía que no la escuché.
Seis años después, ¿podría decir que me he acostumbrado? No. Pero aprendí a tragar el resentimiento, como una pastilla amarga, disimulándolo con una sonrisa. Por Javier. Por Miguel. Por mantener la paz en casa.
De repente, la puerta se abrió de golpe, y la risa de un niño llenó el salón.
—¡Mamá, mira!— Miguel entró corriendo, agitando una cometa. Detrás venía Javier con bolsas.
—¡Abuela!— mi hijo se lanzó hacia ella. Mi suegra se iluminó, lo levantó en brazos.
—¡Mi niño! ¡Qué mayor estás! Mira lo que te traje— señaló el paquete.
—¿Puedo abrirlo ya?— Miguel me miró con ojos suplicantes.
—Después de soplar las velas, cariño. Así es la tradición.
—Pero ma-maá— protestó.
—Lucía, ¿para qué tanta rigidez?— intervino mi suegra—. A Javier le dejábamos abrir los regalos cuando quería.
Javier tosió:
—Mamá, sigamos la tradición. Miguel, paciencia, ya vienen los invitados.
El timbre cortó la discusión. Poco a poco, el piso se llenó de gente: mis padres con una tarta casera, amigos, compañeros de trabajo de Javier con sus hijos. Mi madre se fue directa a la cocina a ayudar; mi padre se sentó en un rincón con el periódico. Observé de reojo su discreción—tan diferente a Carmen, cuyo meroAl cerrar el álbum de fotos aquella noche, supe que por fin habíamos encontrado nuestro lugar—no perfecto, pero nuestro, lleno de verdades dichas y silencios rotos.