Aquel día, el salón de bodas brillaba como un palacio. Las luces doradas iluminaban el rostro radiante del novio: Rodrigo, un exitoso empresario dueño de una cadena de restaurantes de lujo en Madrid.
A su lado estaba Lucía, la joven y hermosa novia, vestida con un traje de sirena lleno de lentejuelas, sonriendo sin parar mientras saludaba a los invitados.
Nadie sabía que, apenas un año atrás, Rodrigo aún caminaba de la mano de su esposa, Elena. Una mujer dulce que lo apoyó en silencio desde que no tenían nada, hasta convertirse en un hombre admirado por todos.
Pero Rodrigo cambió. Conoció a Lucía en una cena de negocios. Era joven, seductora y sabía cómo complacer a un hombre. Poco a poco, Rodrigo empezó a tratar a Elena con frialdad. La culpaba de cosas absurdas, la hacía llorar y la llevó a un estado de agotamiento extremo.
El golpe final llegó cuando, en medio de un llanto desconsolado en su despacho, Rodrigo llamó en secreto a un hospital y firmó los papeles para internar a su esposa en un psiquiátrico, alegando que “sufría de delirios”.
El día que se la llevaron, Elena lo miró con lágrimas recorriéndole las mejillas:
—No estoy enferma, solo estoy cansada… ¿Me crees, verdad?
Pero Rodrigo evitó su mirada. En su mente no había espacio para ella, solo para Lucía.
Un año después, Rodrigo organizó una boda fastuosa. Lo que no sabía era que Elena había salido del hospital tres meses antes. Se había mudado a casi 200 kilómetros de la capital, aprendido a conducir y vendido todas sus joyas para comprar un deportivo de segunda mano del 2016. Solo tenía un objetivo: aparecer en la boda, no para rogar, sino para cerrar ese capítulo de su vida.
La música sonaba a todo volumen cuando el maestro de ceremonias anunció el corte de la tarta. En ese momento, el rugido de un motor resonó fuera del salón, ahogando a la orquesta. Todos los invitados volvieron la cabeza sorprendidos. Un coche deportivo negro apareció frente a la entrada y frenó en seco, levantando una nube de humo blanco.
Elena bajó. No llevaba un vestido de gala ni un peinado de salón. Vestía un sencillo traje blanco, el cabello suelto y una mirada fría y firme. En sus manos llevaba una caja de regalo elegantemente envuelta. Todo el salón enmudeció.
Rodrigo se quedó petrificado, con el rostro pálido:
—E-Elena… ¿Qué… qué haces aquí?
Ella no respondió, solo sonrió. Subió al escenario y le entregó la caja a Lucía. Su voz era clara, resonando en el salón repleto de curiosos:
—Enhorabuena a los dos. Este es mi regalo de boda. Os aseguro que nunca lo olvidaréis.
Lucía, temblorosa, abrió la caja. Dentro no había bombas ni armas, sino un montón de documentos oficiales: las escrituras de toda la cadena de restaurantes y el acuerdo de traspaso firmado por Rodrigo.
Elena continuó con calma:
—Todo lo que tiene hoy lo construyó con mi sacrificio, mi capital y mi esfuerzo. Pero ya he vendido todas mis acciones al accionista mayoritario. A partir de ahora, Rodrigo no es más que “el novio traidor” en esta boda.
Un murmullo de conmoción recorrió la sala. Empresarios influyentes comenzaron a levantarse y marcharse, mientras los teléfonos no paraban de sonar. Rodrigo se desplomó, aturdido, mientras Lucía sujetaba la caja como si le quemase las manos.
Elena lo miró con una sonrisa amarga:
—No estoy loca, nunca lo estuve. El loco eres tú… por pensar que podrías enterrarme para vivir con tu amante.
Con esas palabras, dio media vuelta y salió del salón entre miradas de asombro. Algunos invitados incluso aplaudieron en señal de respeto. El motor del deportivo rugió de nuevo, y Elena desapareció en la nube de humo, dejando atrás una boda que se había convertido en cenizas desde el primer instante.