Cuando el médico colocó sobre mi pecho a dos pequeños seres humanos —un niño y una niña—, mi corazón se llenó de una ternura indescriptible y, al mismo tiempo, de dolor. El dolor no era por el parto ni por el cansancio, sino porque mi esposo no estaba allí. Había prometido acompañarme ese día, juró que vendría, que me apoyaría, que me traería flores. Pero solo entró en la habitación una enfermera con indiferencia:
—Su marido no ha venido.
Intenté no llorar, pero algo se rompió dentro de mí.
Los tres días en el hospital se sintieron como una eternidad. Seguí esperando verlo en la puerta, escuchar sus pasos en el pasillo. Pero el teléfono permaneció en silencio. No contestaba, y cuando finalmente conseguí hablar con él, solo respondió con frialdad:
—Estoy ocupado.
Ocupado… mientras yo, su esposa, le había dado dos hijos a la vez.
El alta fue una prueba. Las otras mujeres salían del brazo de sus maridos, rodeadas de familiares, globos, ramos de flores, risas y fotos. Yo, en cambio, me quedé sola frente a la puerta del hospital, con dos paquetitos en brazos y un nudo en la garganta.
—Taxi a la calle Robledal, número ocho —pedí, ajustando a mi hijo en un brazo y acercando a mi hija al pecho.
El conductor me miró por el espejo retrovisor. Dos cabecitas diminutas, un lazo rosa y otro azul. Dos pares de ojos que aún no conocían el dolor ni la traición, mirándome con una confianza que no merecía ser traicionada.
—¿Los espera el padre? —preguntó al fin.
Miré por la ventana. ¿Qué podía decirle? ¿Que mi marido me había golpeado en el octavo mes de embarazo y luego se había esfumado? ¿Que ni siquiera se había molestado en preguntar por nosotros? ¿Que el único ramo en mi habitación lo había traído la vecina del quinto?
Lucía —así llamé a mi hija— frunció su pequeña nariz y rompió a llorar. Adrián, su gemelo, hizo lo mismo. Los mecí en mis brazos, susurrando:
—Tranquilos, mis amores… mamá está aquí.
Así comenzó mi nueva vida.
El taxi frenó suavemente frente a mi portal. Una bolsa, dos paquetes y mis manos temblorosas eran todo lo que tenía en ese momento. Bajé con dificultad, abrazando a los niños. El conductor quiso ayudarme, pero rechacé su oferta con orgullo:
—Gracias, puedo sola.
Asintió y, tras observarme un momento, dijo con inesperada calidez:
—Ánimo, señora. Ahora tiene a quienes darle sentido a su vida.
Sus palabras me cortaron el alma porque aún no asimilaba que todo dependía de mí.
Subir al cuarto piso sin ascensor fue una agonía. En cada rellano, las ganas de desplomarme y llorar me invadían. Pero los pequeños gruñían y respiraban agitados, dándome fuerzas. No podía rendirme.
El piso olía a abandono. En tres días, ni siquiera había recogido. Platos sucios en el fregadero, ceniceros en el alféizar, botellas de cerveza vacías. Un escalofrío me recorrió: soñé con llenar esta casa de felicidad, risas infantiles y amor, pero ahora parecía un campo de batalla.
Acosté a Lucía y Adrián en sus cunas —preparadas con ilusión antes del parto—. Dormían juntos, como si supieran que jamás se separarían. Me senté junto a ellos y, por primera vez, dejé escapar un sollozo.
—Mamá está aquí —susurré—. No os dejaré con nadie. ¿Me oís?
Esa noche no pegué ojo. Los niños lloraban por turnos, y yo corría de una cuna a otra. Primero Lucía, luego Adrián, luego Lucía otra vez… Me disolvía en ese cuidado agotador, pero el cansancio no importaba.
El teléfono seguía mudo. Ni una llamada de él.
A la mañana siguiente, llamaron a la puerta. Miré por la mirilla: era la vecina, doña Carmen, la que me llevó flores al hospital. Traía una olla humeante.
—¡Venga, valiente! —dijo con alegría fingida—. Abre, que necesitas comer bien. Criar a dos no es cosa fácil. ¿Y tu marido? —señaló las botellas vacías.
Apreté los labios.
—No lo sé.
No hizo más preguntas.
Así empezó mi rutina: noches en vela, pañales, cólicos… pero también una felicidad inmensa, pura.
Pasó una semana. Él no apareció. Ni llamadas ni mensajes. Cuando yo llamaba, colgaba o contestaba con un “Estoy ocupado”.
Una noche, mientras los niños dormían y el silencio envolvía la casa, me senté junto a la ventana y entendí claramente: no había nada que esperar.
Dentro de mí nació una fuerza. La misma que doña Carmen y hasta el taxista mencionaron. La fuerza de una madre.
—Lo lograré —dije en voz alta—. Por Lucía y Adrián.
Y así fue. Cansada, llorando a escondidas, pero cada amanecer me encontraba con sus sonrisas, sus vidas frágiles y mi determinación.
Él seguía ausente. Nos borró de su existencia. Solo enviaba mensajes esporádicos: “No tengo dinero”.
MirY hoy, mirando atrás, comprendo que la mayor lección no fue aprender a vivir sin él, sino descubrir que siempre fui suficiente para mis hijos.