La esposa médica ayudó a un indigente herido en la calle, y su marido despreciativo la echó. Un año después, acabó en su mesa

La noche cerrada envolvía Madrid con una fina bruma húmeda, y el aire olía a tierra mojada. Las sombras alargadas de las farolas se extendían sobre el paseo desierto. Lucía, cirujana de profesión, y su marido Álvaro volvían a casa después de una cena con amigos. El silencio era tan profundo que el gemido débil que surgió de entre los arbustos de lilas junto al camino resonó como un trueno.

—¿Lo oyes? —susurró Lucía, deteniéndose en seco.

—Sí —refunfuñó Álvaro sin aminorar el paso—. Algún borracho, seguramente. Vamos, empieza a lloviznar.

Pero ella ya se adentraba entre la maleza, empujada por esa intuición médica que años de profesión habían tallado en su alma.

—Tengo que mirar —dijo con firmeza—. Podría estar grave.

—¿Por qué te metes siempre en lo que no te importa? —espetó él sin volverse—. No estás de guardia. Deja de jugar a la heroína. Vamos, estoy cansado.

No respondió, abriéndose paso entre las ramas. Entre la espesura yacía un hombre, encogido, con las manos pegadas al costado. La luz de la luna filtraba a través del follaje, iluminando una mancha oscura que se expandía sobre su chaqueta. Lucía se arrodilló, y sus dedos se impregnaron al instante de sangre tibia. La herida era grave, probablemente de arma blanca.

—¡Llama a una ambulancia! —gritó hacia Álvaro, que seguía en el camino con gesto de disgusto.

Él se acercó a regañadientes, pero en sus ojos no había compasión ni preocupación, solo fastidio.

—Mira lo que has hecho. Ahora vendrá la policía, los interrogatorios… ¡Toda una noche perdida! ¿Para qué?

Sin esperar respuesta, dio media vuelta y se marchó, dejándola sola en la oscuridad, arrodillada junto a un moribundo. En ese instante, una brecha inmensa se abrió entre ellos.

—Tranquilo, respire despacio —le dijo Lucía con voz serena, inclinándose sobre el herido—. La ayuda ya viene. Todo va a estar bien.

Su tono, ese que tantas veces había devuelto la esperanza a sus pacientes en quirófano, calmó al hombre. Su respiración se hizo más pausada, y le dedicó una mirada muda de agradecimiento. Cuando a lo lejos sonó la sirena, Lucía salió corriendo para guiar a los sanitarios. El equipo actuó con rapidez.

—¿Es su acompañante? —preguntó el médico de la ambulancia.

—No, lo encontré. Soy cirujana.

—Comprendo, colega. No lleva documentos. ¿Podría pasar mañana por el hospital Ramón y Cajal? Necesitaremos su testimonio para la policía.

—Claro, iré —asintió.

La ambulancia se perdió en la noche. La casa estaba cerca, pero caminó lento, aplazando el regreso. La actitud de Álvaro le quemaba por dentro.

Recordó cómo se conocieron: él fue su paciente tras caerse de la bici. Encantador, bromista, la cortejó con tal insistencia que ella, cansada de la soledad y los turnos interminables, se dejó querer. También recordó el primer encuentro con su madre: una mirada fría y un comentario seco: *«Mi hijo necesita una mujer que cuide el hogar, no que ande de quirófano en quirófano»*. Entonces, Lucía solo sonrió. Ahora, esa sonrisa le parecía de una ingenuidad dolorosa.

Álvaro la esperaba en la cocina, la ira distorsionando su rostro.

—¿Contenta, heroína? —escupió al verla—. Podrías no haber vuelto. ¿Qué clase de esposa eres? ¡Ni la cena hecha, ni las camisas planchadas, ni quieres dejar los turnos! ¿Para esto me casé?

Ella se dejó caer en una silla. No tenía fuerzas para discutir.

—Álvaro, soy médica. Había un hombre desangrándose.

—¡Me da igual! —rugió—. ¡Quiero una mujer que esté en casa, no husmeando entre arbustos! ¡No soporto tu trabajo, tus noches, tus prioridades!

Cada palabra era un cuchillo. Hablaba de su vocación con tanto desprecio que le faltó el aire.

—Estoy harto de ti y de tu maldito juramento —escupió, levantándose. Entró en el dormitorio y cerró la puerta de golpe. El pestillo sonó como un disparo.

Aquella noche, Lucía durmió en el sofá. A la mañana siguiente, con la cabeza pesada y el pecho oprimido, hizo algo pequeño pero significativo: no preparó el desayuno. No planchó su camisa. Se miró al espejo, se delineó las pestañas y se pintó los labios con un brillo sutil.

Al entrar en la sala de médicos, sus colegas la recibieron con asombro:

—¡Lucía, hoy brillas! ¿Álvaro te ha vuelto a pedir matrimonio? —bromeó la enfermera Natalia.

—¡Estás radiante! —exclamó el anestesista Pedro.

Ella sonrió, avergonzada. Había olvidado lo que era sentirse vista.

A la hora del almuerzo, el jefe de cirugía se acercó:

—Por cierto… ¿recuerdas al hombre que encontraste? Lo trajeron aquí. Al parecer, no era ningún indigente. Cuando despertó, hizo una llamada, y en media hora aparecieron abogados y guardaespaldas. Es David Márquez, un empresario importante. Un competidor intentó matarlo. Básicamente, salvaste a un millonario.

Lucía esbozó una sonrisa irónica. Pensó en la cara que pondría Álvaro al saberlo. Pero no hubo tiempo para reírse.

Esa noche, al volver, encontró la cerradura cambiada. Llamó. Álvaro abrió, frío como el mármol.

En el recibidor, sus maletas, apresuradamente llenas.

—He tomado una decisión —dijo, sin emoción—. No encajas. Somos distintos. Llévate tus cosas y vete.

Lucía quedó paralizada. De la habitación salió una chica joven, guapa, envuelta en su bata de seda. Bajo la tela, un vientre redondo y falso.

—Esta es Claudia —anunció él—. Espera un hijo mío. Ella sí quiere una familia. Tú solo vives para el hospital. Fuera.

Claudia sonrió con falsa timidez, acariciando su mentira. Aquel teatro vulgar fue la gota que colmó el vaso.

Lucía no pronunció una palabra. No gritó, no lloró. Cogió las maletas y salió. Dentro de ella solo había vacío. Un silencio tan absoluto que ni el eco respondía.

No tenía adónde ir. Su familia estaba en otra ciudad. Las amistades se habían esfumado entre los turnos y un matrimonio que la consumió. El único refugio era el hospital.

Tomó un taxi hasta la sala de guardia, dejó sus pertenencias y entró en la sala de médicos sin cambiarse. El Dr. Javier, el cirujano jefe, de sienes plateadas y mirada sabia, la miró: su palidez, las maletas, y entendió al instante.

—Quédate, Lucía —dijo en voz baja—. El sofá sigue aquí. No eres la primera ni serás la última. —Hizo una pausa—. La verdad, hace tiempo que no te veo viva junto a él. Quizá esto es un nuevo comienzo.

Ella asintió, agradecida. Sin preguntas, sin lástima. Solo comprensión.

Intentó dormir en el viejo sofá, pero el sueño no llegaba. La humillación, la traición, le pesaban como losas. Salió al patio del hospital. LaAl día siguiente, mientras el sol naciente teñía de oro las paredes del hospital, Lucía sonrió por primera vez en años, sabiendo que su vida, como las cicatrices que curaba, comenzaba a sanar.

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