El médico asiste en el parto de su ex, pero palidece al ver al bebé

En el ajetreo de la maternidad aquella mañana, el silencio era un lujo inexistente. En un gran hospital en el corazón de Madrid, el doctor Alfonso acababa de terminar una cesárea cuando recibió una llamada urgente: una mujer en pleno trabajo de parto, casi completamente dilatada, necesitaba al médico de guardia de inmediato.

Se cambió apresuradamente de ropa y entró en la sala de partos. Pero al fijar la vista en la paciente, se quedó paralizado.
Era Carmen, su antigua amante, la mujer que había estado a su lado durante siete años antes de desaparecer sin dar ninguna explicación. Ahora yacía allí, bañada en sudor, con el vientre contraído, aferrando su teléfono con fuerza. Cuando lo reconoció, el miedo y la incredulidad se mezclaron en su mirada.

«¿Tú… eres el jefe de medicina?», susurró.

Alfonso no dijo nada. Asintió brevemente y acercó la camilla.

El parto se complicó rápidamente. La presión arterial de Carmen cayó en picado, el latido del bebé se debilitó y fue necesaria una intervención inmediata. Aun así, Alfonso mantuvo la calma, guiando a su equipo tenso pero coordinado a través de la crisis.

Tras cuarenta agotadores minutos, el niño nació.

Cuando Alfonso lo alzó en sus brazos, se heló de nuevo.
El bebé tenía los mismos ojos oscuros y hundidos, y los mismos hoyuelos que él había tenido de pequeño.

Su corazón latía con fuerza. Los sonidos de la habitación parecieron desvanecerse. Entonces lo notó: una pequeña marca de nacimiento en forma de lágrima en el hombro del niño. La rara señal familiar, heredada de su abuelo, luego de su padre y ahora de él.

La enfermera extendió sus manos para recibir al recién nacido. Alfonso vaciló antes de entregarlo. Ella acarició con ternura la mejilla del niño y se lo llevó para limpiarlo y arroparlo.

Cuando Alfonso volvió la mirada, Carmen yacía exhausta en la cama, evitando sus ojos.

«¿Por qué… por qué nunca me lo dijiste?», preguntó él con la voz ronca.

Sus labios temblaron mientras las lágrimas rodaban por su rostro.

«Yo… quise hacerlo. Pero todo se derrumbó a mi alrededor. Mis padres me presionaban, tú estabas hundido en el trabajo… Pensé que me odiarías, que me abandonarías…»

Alfonso permaneció en silencio hasta que la enfermera devolvió al recién nacido, ya arropado y calentito. Al sostener a su hijo, sus manos temblaron. Una ola de reconocimiento y revelación lo invadió, despertando algo primario: el instinto de un padre.

«Carmen… no importa lo que pasara antes, nunca os abandonaré. Ni a ti, ni a nuestro hijo», declaró con voz firme y resuelta.

Por fin, ella alzó la mirada hacia él. Sus ojos, enrojecidos por el llanto, brillaban con una esperanza frágil.
Desde el pasillo llegó el llanto del bebé, anunciando no solo su llegada al mundo, sino el renacer de dos almas que una vez se habían perdido.

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