Él la obligó a firmar el divorcio en su lecho de dolor… ¡pero no imaginó quién quedaría abandonado!

La habitación del paciente en el séptimo piso de un hospital privado estaba inquietantemente silenciosa. El monitor cardíaco marcaba un ritmo constante, y la luz fría de las lámparas iluminaba el rostro pálido de Lucía, una mujer que acababa de despertar de una cirugía de tiroides.

Aún aturdida por la anestesia, Lucía parpadeó y vio a su marido, Enrique, de pie junto a la cama, con una pila de documentos en las manos.

—¿Despierta? Bien. Firma esto.

Su tono era frío, sin rastro de empatía.

Lucía lo miró confundida:

—¿Qué es eso… qué clase de documento?

Enrique deslizó los papeles hacia ella y respondió secamente:

—Los papeles del divorcio. Ya está todo rellenado. Solo falta tu firma.

Lucía se quedó inmóvil. Sus labios se separaron, pero su garganta aún ardía por la operación. Las palabras le fallaron. Sus ojos se llenaron de incredulidad y dolor.

—¿Es esto… alguna broma de mal gusto?

—Lo digo en serio. Ya te lo dije antes—no puedo seguir viviendo con alguien débil y siempre enferma. Estoy harto de ser el único que pone esfuerzo. Merece seguir lo que siento de verdad.

La voz de Enrique era inquietantemente serena, como si hablara de cambiar de compañía de seguros, no de romper un matrimonio de diez años.

Una leve sonrisa apareció en los labios de Lucía, mientras las lágrimas resbalaban en silencio por sus mejillas.

—Así que… esperaste hasta que no pudiera moverme ni hablar… para hacerme firmar esto?

Enrique dudó un instante, pero asintió:

—No me eches la culpa. Esto iba a pasar tarde o temprano. He conocido a alguien. Ya no quiere seguir escondiéndose.

Lucía apretó suavemente los dientes. Su garganta ardía, pero el verdadero dolor estaba en su pecho. Aun así, no gritó ni sollozó.

Solo preguntó en un susurro:

—¿Dónde está el bolígrafo?

Enrique la miró sorprendido. —¿Tú… de verdad vas a firmar?

—Tú mismo lo dijiste. Era cuestión de tiempo.

Él le tendió el bolígrafo. Lucía lo tomó con dedos temblorosos y escribió su nombre lentamente.

—Listo. Te deseo paz.

—Gracias. Te devolveré lo acordado. Adiós.

Enrique dio media vuelta y salió. La puerta se cerró con un clic demasiado suave. Pero no pasaron ni tres minutos cuando volvió a abrirse.

Entró el doctor Javier, un viejo amigo de la universidad de Lucía y el cirujano que la había operado. Llevaba su historial médico y un ramo de rosas blancas.

—La enfermera me dijo que Enrique había venido…

Lucía asintió levemente, con una sonrisa tenue:

—Sí, vino por el divorcio.

—¿Estás bien?

—Más que bien.

Javier se sentó a su lado, dejó las flores y sacó un sobre.

—Estos son los papeles del divorcio que tu abogada me pidió que guardara. Me dijiste: si Enrique los traía primero, firmarías este juego y lo enviarías.

Sin vacilar, Lucía abrió el sobre y firmó. Luego miró a Javier, con una expresión iluminada por una fuerza tranquila:

—A partir de ahora, viviré para mí. No me volcaré en ser la “esposa perfecta”. No fingiré fortaleza cuando esté agotada.

—Estoy aquí. No para reemplazar a nadie, sino para apoyarte si me lo permites.

Lucía asintió suavemente. Una sola lágrima escapó, no de dolor, sino de paz.

Una semana después, Enrique recibió un sobre con carácter urgente. Dentro estaba el decreto de divorcio firmado. Adjunto había una pequeña nota escrita a mano:

“Gracias por irte, para que yo dejara de aferrarme a alguien que ya me soltó.

La que quedó atrás no soy yo.

Eres tú—para siempre echando de menos a la mujer que una vez te dio todo su amor.”

En ese momento, Enrique entendió al fin: quien creyó que terminaba con todo era, en realidad, el que se había quedado atrás.

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