La humilde sirvienta que en secreto era la dueña de la mansión.

A las seis en punto de cada mañana, Lucía recorría los largos pasillos de la mansión Delgado, con su cabello recogido bajo una cofia blanca y su uniforme negro almidonado. Se movía en silencio, puliendo los candelabros de plata, fregando el suelo de mármol y quitando el polvo de los retratos de antiguos nobles que parecían observarla con desdén desde sus marcos dorados.

Para los invitados—e incluso para quienes vivían allí—Lucía era invisible. Solo una empleada de la limpieza, destinada a recoger sus migajas. Pero lo que nadie sospechaba—lo que había guardado en secreto por más de un año—era que Lucía Mendoza no era una simple asistenta. Era la verdadera dueña de la mansión Delgado.

La propiedad había pertenecido a su difunto esposo, Emilio Delgado, un hombre reservado cuya muerte repentina por un infarto dejó perpleja a la alta sociedad madrileña. En su testamento, todo quedó en manos de Lucía—su esposa durante apenas dos años, a quien muchos habían tachado de capricho pasajero.

Para protegerse de familiares ambiciosos y especuladores sin escrúpulos, Lucía mantuvo su herencia en secreto mientras se resolvían los trámites legales. Mientras tanto, permaneció donde nadie esperaría encontrarla: entre el servicio.

Capítulo 2: La burla de los intrusos

—Dios mío, ¿sigue aquí? —se burló Valeria—. Cada día trabaja más despacio.
Lucía bajó la mirada y pasó el trapo por el suelo sin decir palabra.

—Huele a amoníaco —comentó Claudia con desprecio—. ¿No sabe que esto es un palacete y no una gasolinera?

Las tres reían—Valeria, Claudia y Adriana. Tres privilegiadas que llevaban meses viviendo en la mansión, fingiendo tener derecho a estar allí mientras esperaban su parte de la fortuna.

Y luego estaba Álvaro—alto, soberbio, vestido siempre con trajes impecables, con la mirada fría de quien calcula cada movimiento. Un primo lejano de Emilio, convencido de ser el heredero legítimo.

—Pronto esta casa estará libre de intrusos —le susurró a Adriana una noche, sin saber que Lucía estaba ahí, al otro lado de la cortina.

Lucía nunca respondía. No hacía falta. Cada insulto, cada mirada de superioridad, la fortalecían. Porque ellos no sabían contra quién se estaban enfrentando.

Capítulo 3: La Gala Benéfica

Todo cambió en la gala anual de la familia Delgado. La mansión bullía con la presencia de políticos, artistas y herederos de apellidos ilustres. El servicio, vestido de gala, servía canapés y champán mientras Lucía—con su uniforme—coordinaba todo desde la sombra.

Hasta que Álvaro decidió convertirla en el hazmerreír de la velada.

—Tienes una mancha ahí —dijo señalando un punto impecable del suelo, mientras los invitados reían.

Lucía asintió y se agachó a limpiar.

—Deberíamos cobrar entrada por verla trabajar —añadió Álvaro—. ¡Espectáculo en vivo!

Valeria rio con ganas.

—¡Aumentémosle el sueldo! Así por lo menos la veremos mejor.

Las carcajadas resonaron en el salón principal. Lentamente, Lucía se enderezó.

—Basta —dijo, su voz apenas un susurro, pero cortante como cristal.

Álvaro parpadeó.

—¿Qué has dicho?

Lucía se quitó el delantal, lo dobló con calma y lo dejó sobre una mesa.

—He soportado tus humillaciones demasiado tiempo —continuó—. Me desprecias, te burlas de mí, hablas como si esta casa te perteneciera. Pero no es así.

El salón quedó en silencio.

—Estás despedido, Álvaro —dijo clavándole la mirada.

Valeria soltó una risa nerviosa.

—No puedes despedir a nadie, si solo eres una—

—Soy Lucía Delgado —declaró, y su voz retumbó—. La heredera legítima de esta mansión.

Un murmullo recorrió la sala. Álvaro palideció.

—Eso… es imposible. Emilio nunca…

Lucía sacó un documento de su bolsillo y se lo pasó al invitado más cercano—un notario.

El hombre lo examinó y asintió.

—Es auténtico. Todo fue legado a Lucía Mendoza de Delgado.

La expresión de Álvaro se desmoronó. Con un gesto de Lucía, los guardias aparecieron.

—Acompáñenlos a la salida, por favor.

—¡Nos has engañado! —gritó Claudia.

—No —respondió Lucía con serenidad—. Solo os dejé mostrar quiénes erais en realidad.

Capítulo 4: La soledad de la reina

Esa noche, cuando el último invitado se marchó y las luces se apagaron, Lucía se quedó sola en el salón de baile—ya no la criada invisible, sino la dueña de todo.

Pero la batalla no había terminado. Álvaro no se rendiría tan fácilmente.

Y Lucía lo sabía: esto era solo el principio.

[Continuaría con los siguientes capítulos bajo el mismo tono onírico y surrealista, manteniendo la esencia pero adaptando nombres, lugares y referencias culturales al contexto español.]

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