Una silencio denso y viscoso envolvía el piso, impregnado del aroma a incienso y lirios marchitos. Lucía se sentó al borde del sofá, encorvada como si cargara un peso invisible. El vestido negro se le pegaba al cuerpo, pinchándole, recordándole la razón de aquel silencio mortuorio: hoy había enterrado a su abuela, Eulalia Sebastiana, su último familiar en este mundo.
Frente a ella, despatarrado en el sillón, estaba su marido, Álvaro. Su presencia resultaba una burla, pues al día siguiente presentarían los papeles del divorcio. No había pronunciado una sola palabra de consuelo, solo la observaba en silencio, disimulando a duras penas su irritación, como si esperara a que terminara aquel tedioso espectáculo.
Lucía miraba fijamente el desgastado dibujo de la alfombra y sentía cómo las últimas chispas de esperanza por una reconciliación se apagaban, dejando tras de sí un vacío gélido.
—Bueno, mis condolencias por tu pérdida —rompió al fin el silencio Álvaro, con una voz cargada de sarcasmo—. Ahora eres toda una heredera. La abuela debió dejarte una fortuna, ¿no? Ah, no, cierto. El gran legado: ese trasto apestoso de nevera. Enhorabuena, todo un lujo.
Sus palabras le atravesaron el corazón como una navaja. Recordó las infinitas discusiones, los gritos, las lágrimas. La abuela, una mujer de nombre poco común, Eulalia, siempre había detestado a su yerno. *”Es un trepa, Lucía —le decía con mirada severa—. Vacío como un tonel. Cuidado, que te dejará en la ruina.”* Álvaro, por su parte, se limitaba a torcer la boca en una mueca, llamándola *”vieja bruja”*. Cuántas veces Lucía había intentado mediar, cuántas lágrimas derramó creyendo que todo tenía solución. Ahora lo entendía: su abuela había visto la verdad desde el principio.
—Hablando de tu *brillante* futuro —continuó Álvaro, saboreando su crueldad—, mañana no hace falta que vayas a la oficina. Ya firmé tu despido esta mañana. Así que, cariño, pronto hasta esa nevera te parecerá un lujo. Cuando termines revolviendo la basura, me agradecerás.
Era el fin. No solo del matrimonio, sino de la vida que había construido en torno a ese hombre. La última esperanza de que mostrara un mínimo de humanidad murió, sustituida por un odio frío e imparable que crecía dentro de ella.
Lucía lo miró con ojos vacíos, pero no dijo nada. ¿Para qué? Todo estaba dicho. En silencio, se levantó, entró en el dormitorio y cogió una bolsa que ya tenía preparada. Ignoró sus burlas y risas. Apretando en su mano la llave de un piso olvidado, salió sin volver la vista atrás.
La calle la recibió con un viento frío del atardecer. Lucía se detuvo bajo una farola mortecina, dejando las pesadas bolsas en el suelo. Frente a ella se alzaba un bloque gris de nueve plantas: el edificio de su infancia, donde vivieron sus padres.
No había vuelto en años. Tras el accidente de coche que se llevó a sus padres, su abuela vendió su propia casa y se mudó allí para criarla. Esas paredes guardaban demasiado dolor, y al casarse con Álvaro, Lucía evitó el lugar, reuniéndose con Eulalia en cualquier sitio menos allí.
Ahora era su único refugio. Recordó con amargura a la abuela —su única familia, su madre, padre y amiga a la vez—. Y cómo, en los últimos años, apenas la visitó, absorta en el trabajo en la empresa de su marido y en salvar un matrimonio que hacía tiempo se desmoronaba. Un sentimiento de culpa le atravesó el pecho. Las lágrimas que había contenido todo el día brotaron sin control. Ahí estaba, temblando en silencio, pequeña y perdida en una ciudad indiferente.
—Tía, ¿necesitas ayuda? —sonó una vocecilla ronca a su lado. Lucía se sobresaltó. Un chaval de unos diez años, con una chaqueta demasiado grande y unas zapatillas gastadas, la miraba. A pesar de la suciedad en sus mejillas, tenía una mirada clara, casi adulta. Señaló las bolsas—: ¿Pesadas, eh?
Lucía se secó las lágrimas a toda prisa. Su franqueza la desconcertó.
—No, yo puedo… —empezó, pero la voz le falló.
El niño la miró fijamente.
—¿Y por qué lloras? —preguntó sin curiosidad infantil, sino con una seriedad inusual—. La gente feliz no llora en mitad de la calle con maletas.
Esas palabras simples la hicieron verlo de otra manera. En sus ojos no había lástima ni burla, solo comprensión.
—Me llamo Juanito —dijo él.
—Lucía —susurró ella, sintiendo cómo la tensión se disipaba—. Vale, Juanito. Ayúdame.
Asintió hacia una de las bolsas. El niño la cogió con un gruñido, y juntos, como cómplices de la desgracia, entraron en el portal oscuro, oliendo a humedad y orín de gato.
La puerta del piso crujió al abrirse, dejándolos entrar en un silencio polvoriento. Todo estaba cubierto con sábanas blancas, las cortinas completamente corridas. Solo un tenue resquicio de luz callejera iluminaba motas de polvo danzantes. Olía a libros viejos y a algo profundamente triste: el aroma de una casa abandonada. Juanito dejó la bolsa, escudriñó el lugar como un experto y dictaminó:
—Vaya, esto va a dar trabajo… Una semana como mínimo, si lo hacemos entre dos.
Lucía esbozó una débil sonrisa. Su pragmatismo introdujo un destello de vida en aquella atmósfera opresiva. Lo observó: flaco, pequeño, pero con una expresión serena. Sabía que después de ayudarla, él volvería a la calle, al frío y al peligro.
—Oye, Juanito —dijo con firmeza—. Es tarde. Quédate aquí esta noche. Fuera hace frío.
El niño alzó la vista, sorprendido. Por un instante, la desconfianza asomó en sus ojos, pero luego asintió con un simple gesto.
Esa noche, después de una cena frugal —pan, queso y algo de embutido comprado en la tienda de la esquina—, se sentaron en la cocina. Lavado y abrigado, Juanito parecía casi un niño normal. Contó su historia sin autocompasión: padres alcohólicos, un incendio en la chabola donde vivían, su muerte, su paso por un centro de acogida del que escapó.
—No quiero ir a un hogar —dijo, mirando su taza vacía—. Dicen que de ahí solo sales hacia la cárcel. Mejor la calle, al menos soy libre.
—Eso no es cierto —susurró Lucía—. Ni el hogar ni la calle deciden tu futuro. Depende de ti.
Él la miró pensativo. Y en ese momento, entre dos almas solitarias, se tendió un hilo frágil pero firme de confianza.
Más tarde, Lucía le preparó una cama en el viejo sofá, encontró sábanas limpias que olían a naftalina. Juanito se arropó, se encogió como un ovillo y se durmió al instante —por primera vez en mucho tiempo, en una cama de verdad—. Lucía observó su rostro tranquilo y sintió que, quizá, su vida no había terminado.
Por la mañana, una luz grisácea se filtraba entre las cortinas. Juanito seguía dormido. Lucía salió en silencio, dejando una nota: *”VuelvoAl salir del edificio, Lucía respiró hondo, sintiendo por primera vez en años que el futuro, tan incierto como el amanecer, merecía ser vivido.