La llamada a la comisaría se cortó tan bruscamente como había comenzado.
—Ayuda, mis padres, están… — alcanzó a sollozar una voz infantil antes de que un grito ronco interrumpiera.
—¿Con quién hablas? ¡Dame ese teléfono! — gruñó un hombre.
Y luego, silencio.
El agente de turno intercambió una mirada con su compañera. El protocolo exigía investigar, incluso si la llamada parecía accidental. Pero algo en la voz del niño —el temor contenido, el temblor— los alertó más de lo habitual.
El coche patrulla se detuvo frente a una casa de dos plantas en un barrio tranquilo de Madrid. Afuera, todo parecía impecable: césped recortado, macetas florecidas, puerta cerrada. Pero dentro, una quietud inquietante lo envolvía todo.
Llamaron. Pasaron segundos eternos. Finalmente, la puerta se abrió, y allí estaba un niño de siete años. Cabello oscuro, mirada seria, demasiado seria para su edad.
—¿Fuiste tú quien llamó? —preguntó la agente con suavidad.
El pequeño, llamado Adrián Sánchez, asintió y retrocedió para dejarlos pasar, señalando con un gesto tembloroso hacia el pasillo.
—Mis padres… están ahí —susurró, clavando los ojos en una puerta entreabierta.
—¿Qué ocurre? ¿Están bien? —insistió el policía, pero el niño no respondió. Se apretó contra la pared, los nudillos blancos de tanto aferrarse a ella.
El agente avanzó primero. Su compañera se quedó atrás, protegiendo al niño. Al empujar la puerta, el corazón le dio un vuelco.
Sobre el suelo yacían un hombre y una mujer, esposados con bridas, la boca sellada con cinta adhesiva. Los ojos, desorbitados de terror. Sobre ellos, encapuchado, un sujeto empuñaba un cuchillo que brilló bajo la luz.
El intruso se quedó paralizado al ver el uniforme. La hoja tembló en su mano. No esperaba que llegaran tan pronto.
—¡Policía! ¡Suelta el arma! —rugió el agente, desenfundando su pistola. Su compañera ya arrastraba a Adrián hacia atrás, escudo con cuerpo.
—¡Quieto! —repitió, avanzando.
El aire se volvió espeso. Hasta que, con un jadeo, el cuchillo cayó al suelo.
Mientras esposaban al intruso, la agente liberó a los padres. La madre, Lucía Fernández, abrazó a su hijo con una fuerza desesperada. El sargento miró al niño y afirmó, grave:
—Has sido muy valiente. Sin tu llamada… —no terminó la frase.
Solo después entendieron: el criminal había subestimado al pequeño, creyéndolo incapaz de actuar. Y esa, precisamente, fue su condena.