Hoy me senté en un banco de madera frente al Hospital Universitario La Paz, con las manos apretadas hasta que los nudillos se volvieron blancos. El aire primaveral traía el dulce aroma de los almendros en flor, pero yo no podía sentirlo. Mi marido, Diego Martínez, estaba en la unidad de cuidados intensivos tras esas paredes, luchando por su vida contra un enemigo que nunca vimos venir.
Diego solía ser imparable. Era el tipo de hombre que trabajaba doce horas al día tallando muebles a medida y aún tenía energía para hacerme la cena al volver. Tenía una sonrisa que te hacía creer que todo saldría bien. Él era mi refugio, mi terreno firme, y ahora, viéndolo desvanecerse, sentía que me hundía en arenas movedizas.
Hace seis meses, creíamos que teníamos una vida entera por delante. Después, una noche llegó a casa pálido y agotado. El cansancio no desapareció, se hizo más profundo, y aparecieron moretones inexplicables y noches en las que luchaba por respirar. El médico dijo palabras que no parecían reales: anemia aplásica. Su propio cuerpo destruía su médula ósea, cerrando la fábrica misma de su sangre. Sin un trasplante de células madre, no había esperanza.
Intenté ser fuerte, sosteniendo su mano y susurrando: “Superaremos esto”. Pero cada noche lloraba a solas en el baño. Porque sabía algo que Diego no. Él había crecido en un orfanato, sin conocer a sus padres, sin saber si tenía hermanos. Sin familiares cercanos, las posibilidades de encontrar un donante compatible eran casi nulas.
La espera podía durar meses, quizá años, y Diego no tenía ese tiempo. Hoy mismo, su médico me apartó. Sus palabras me destrozaron. “Lucía, se nos acaban las opciones. Si no encontramos un donante pronto…” No terminó la frase. No hacía falta.
Me quedé allí, con lágrimas en las mejillas, sintiéndome inútil. Soy enfermera, dedico mi vida a ayudar a otros a sanar. Pero no podía sanar al hombre que más amaba. El dolor ya empezaba a envolver mi corazón con sus gélidos dedos. Y entonces, como si el mundo no fuera lo suficientemente cruel, escuché algo. Una conversación que lo cambiaría todo.
Conocí a Diego en una noche sencilla y luminosa. Acababa de terminar mis exámenes en la universidad y mis amigas me arrastraron a una cafetería en el centro de Madrid. Lo recuerdo entrando, con los vaqueros manchados de serrín, y una tranquilidad que te hacía mirarlo dos veces. Sonrió tímidamente al cruzarse con mi mirada y preguntó si el asiento frente a mí estaba libre. Hablamos durante horas, de todo y de nada. Cuando reía, le brillaban los ojos, y algo en mí lo supo.
Dos años después, estábamos bajo un olivo centenario, diciendo nuestros votos. Llevaba los pendientes de perlas de mi madre y Diego lloró al verme entrar. Nos mudamos a una casita antigua que él juró reformar con sus manos. Y lo hizo. Pasó los fines de semana lijando suelos, construyendo estanterías, e incluso talló una mecedora para mí como regalo de aniversario. Esa silla sigue en el porche.
La vida era plena, aunque no perfecta. Lo único que faltaba eran hijos. Lo intentamos durante años. Los médicos dijeron que mi cuerpo no respondía. Cada prueba negativa me rompía un poco más. Pero Diego nunca me culpó. Me abrazaba esas noches en que lloraba y susurraba: “Lucía, esto no cambia cuánto te amo”.
“Te mereces una esposa que te dé una familia”, sollozaba yo.
Él me levantaba la barbilla con suavidad y decía: “No me casé contigo por los hijos. Me casé por ti. Tú ya eres mi familia”.
Así era Diego: firme, tierno, generoso. Cuando enfermó, nuestro mundo se derrumbó. Y aún así, débil y pálido, seguía intentando ser el fuerte.
Una tarde, después de otra ronda de transfusiones, el médico me dio la noticia más cruda. Salí al patio del hospital, ahogándome. Entonces lo oí. Dos empleados hablaban cerca, sin saber que los escuchaba.
“¿Viste al tipo de la UCI, Martínez? Se parece tanto a ese hombre que vive en Valdehermoso. Juraría que son iguales”.
Mi corazón se detuvo. Valdehermoso, un pueblo de montaña a dos horas. ¿Podría ser casualidad? ¿O significaría que Diego tenía familia allí, alguien que quizás fuera compatible? Por primera vez en semanas, sentí algo que no me permitía sentir: esperanza.
A la mañana siguiente, pedí un permiso urgente, hice la maleta y conduje. La autovía se convirtió en carreteras serpenteantes, entre colinas verdes. Aparqué frente a una tienda de pueblo, con una foto de Diego en el móvil.
“Disculpe”, le dije al tendero, un hombre de cincuenta años con ojos amables. “Busco a alguien. No sé su nombre, pero dicen que se parece a esto”. Mostré la foto.
Sus ojos se abrieron de golpe. “Debe ser Lucas Herrera. Vive en la Carretera de los Pinos, junto a los campos de trigo. Sí, se le parece mucho”.
Mis manos temblaban en el volante mientras conducía hacia lo que quizá era la respuesta a mis plegarias. La casa era vieja, con paredes gastadas. Llamé a la puerta, y apareció un hombre más alto de lo que imaginaba, con pelo castaño claro. Sus ojos… me faltó el aliento. Eran del mismo azul intenso que los de Diego.
“¿En qué puedo ayudarla?”, dijo con voz grave y cautelosa.
Le mostré el móvil con manos temblorosas. “Este… es mi marido. Se llama Diego Martínez. Me dijeron que usted se le parece”.
Frunció el ceño, mirando la pantalla. Su expresión cambió—confusión, incredulidad, algo que casi dolía. “No puede ser”, musitó, mirándome ahora con suavidad. “¿Quién es usted?”
“Lucía. Su esposa. Está en el hospital. Muy enfermo. Necesita un trasplante de médula”. Me quebré. “Dijeron que no tenía familia. Pero luego supe de usted… y vine”.
Lucas Herrera se sentó frente a mí, inclinándose. Miró la foto otra vez, negando lentamente. “Creo… creo que podría ser mi hermano”.
Esas palabras me golpearon con tal fuerza que casi no pude respirar.
“Nuestra madre”, explicó, “tuvo muchos hijos. Cuando yo era pequeño, tuvo otro niño, un varón. Dijo que no lo iba a criar. Lo dejó en el hospital. Yo era muy pequeño para hacer algo, pero nunca lo olvidé”. Se pasó una mano por el rostro, con la voz quebrada. “Ni siquiera sabía su nombre… hasta ahora”.
Mis ojos se nublaron. “Diego ha buscado familia toda su vida. Creía que estaba completamente solo”.
La mandíbula de Lucas se tensó, y se levantó de golpe. “Lo haré. El trasplante. Ni lo dudo”.
“¿Lo… lo haría?”
“Es mi hermano. Claro que sí”. Salió a la cocina y volvió con las llaves de su furgoneta. “¿Cuándo nos vamos?”
Al llegar al hospital, llevé a Lucas a la habitación de Diego. Él estaba despierto. Me vio a mí, luego a Lucas, y su expresión se llenó de desconcierto. Durante un largo instante, nadie dijo nada. Diego abrió un poco la boca, como si viera un fantasma.
Lucas dio un paso adelante, con voz cargada de emoción. “Creo que soy tu hermano”.
Diego parpadeó, con lágrimas instantáneas. “¿Mi hermano?”
Yo me quedé allí, viendo a dos hombres—extraños un día antes, hermanos por sangre—mirarse como si reconocieran algo que solo ellos sentían. Diego extendió una mano temblorosa, y LucasY, mientras las llamas de la hoguera pintaban sombras acogedoras en nuestras caras, supe que por fin habíamos encontrado el hogar que siempre habíamos anhelado.