La limpiadora humillada en la taberna y su inesperado defensorLa limpiadora, con lágrimas en los ojos, siguió al generoso desconocido y descubrió que su vida estaba a punto de cambiar para siempre.6 min de lectura

Compartir:

El piso cuarenta y cinco. La panorámica de la ciudad, sumergida en luces, se extiende tras el cristal como un río de oro fundido. Desde abajo, desde las profundidades del asfalto, llegan ecos de vida: ruido, prisas, sueños, esperanzas rotas. Y aquí arriba, en el despacho de madera oscura y detalles cromados, reina el silencio. Un silencio cargado de éxito. Un silencio que asfixia.

Javier estaba junto a la ventana, las manos en los bolsillos, la mirada perdida entre el cielo y las calles. Observaba Madrid como si fuera su feudo. Todo lo que veía era fruto de veinte años de esfuerzo, noches en vela, cálculos fríos y decisiones duras. Lo tenía todo: millones en cuentas, un negocio puntero en el sector, un ático con vistas a la Puerta de Alcalá como trofeo. Y hasta una prometida—Lucía, con rasgos perfectos, cuerpo de ensueño y una vacío inmenso dentro.

¿Su relación? No era amor. Ni pasión. Era una instalación. Un proyecto expositivo titulado “La vida del triunfador”. Fotos bonitas en Instagram, cócteles de alta sociedad, diamantes, galas, adulaciones. Todo impecable. Pero dentro… nada. Un vacío sordo, resonante, un aburrimiento que lo devoraba. Como si ya hubiera vivido su vida y ahora solo la repitiera en piloto automático.

Y en ese instante, cuando el alma estaba a punto de rendirse, cuando parecía que nada podía sorprenderle, sonó el teléfono.

No era una llamada de trabajo. Era personal. Una melodía que solo tres personas en el mundo conocían.

En la pantalla: *Álvaro Méndez*.

No se veían desde hacía quince años. Quince años desde que salieron del instituto, cada uno por su camino. Unos hacia los sueños, otros hacia la supervivencia. Y otros, como Javier, hacia el poder.

—Dime—contestó, intentando que su voz sonara serena, como si no hubiera esperado esa llamada toda la vida.

—¡Javi, soy Álvaro!—La voz de su amigo irrumpió en el tiempo como un viento primaveral. Fresca, viva, auténtica—. Hemos organizado… una reunión. ¡Los veinte años, Javi! ¡Veinte! ¿Vendrás?

Y de pronto, como si alguien encendiera la luz en una habitación oscura, Javier sintió algo estremecerse dentro. No era alegría. Ni nostalgia. Era añoranza. Añoranza de lo sencillo, de lo real. De quienes lo conocían no por rankings empresariales, sino por cómo lloró cuando murió su perro o cómo mintió a la profesora para salvar a su mejor amigo de un suspenso.

Hablaron diez minutos. Álvaro le contó que la tímida Ana ahora era madre de cinco hijos, vivía en las afueras y hacía unos pasteles que hasta los vecinos de otras ciudades pedían. Pero de Elena—la Elena de todos, su amor de instituto, la lista, la guapa de ojos tristes y una cojera de nacimiento—nadie sabía nada. «Desapareció. Como si se la tragara la tierra», suspiró Álvaro.

Javier colgó. Y por primera vez en mucho tiempo, sintió… deseo. Deseo de verlos. No por apariencias. No por estatus. Solo… para recordar quién era en realidad.

Decidió llevar a Lucía. Que vieran qué reina había conquistado. Que envidiasen. El pensamiento era mezquino, vanidoso, pero sincero. Sonrió. Y fue a su encuentro.

El taxi recorría las avenidas nocturnas mientras él ensayaba la escena: la puerta, el abrazo, su entusiasmo, el crujido del vestido, la conversación sobre qué llevaría para eclipsar a todas.

Pero la realidad odia los guiones.

Abrió con su llave. Y lo primero que vio fueron unas zapatillas ajenas. Baratas, chillonas, talla 43. Tiradas como basura. Como si su dueño supiera que aquí mandaba él.

El corazón se le encogió. No de celos. De decepción.

Avanzó. Silencio. Solo risas desde el dormitorio. Una masculina, satisfecha. Y la de ella… aduladora, juguetona.

Empujó la puerta.

Entre sábanas de seda que él eligió en Milán, Lucía yacía en brazos de un chaval. Joven. Tonto. Con una cara que se descompuso de miedo al verlo.

Ella chilló. Se cubrió con la sábana. Farfulló:

—¡Javi! ¡No es lo que piensas! ¡Él… él me obligó!

Javier se rio.

No con rabia. No a carcajadas. Solo… expulsó con risa el dolor, la farsa, la mentira.

Esperaba gritos. Ira. Muebles rotos. En lugar de eso, una calma glacial. Como si se abriera un vacío dentro donde se escurrían todos los sentimientos.

—¿Te obligó?—preguntó, mirando al amante tembloroso—. ¿Con una pistola? ¿O te prometió no dar like a tu selfie?

Recorrió la habitación con la mirada: ropa dispersa, una copa volcada, sus caras descompuestas. Y dijo—frío, claro, como una sentencia:

—Se acabó. En tres días se paga el alquiler. Espero que tu «héroe» pueda costearlo.

Salió. Sin mirar atrás.

En el ascensor, sacó el móvil. Un toque, y la tarjeta de Lucía vinculada a su cuenta dejó de existir.

El coche arrancó. Pero no fue a casa. Condujo sin rumbo. Solo quería huir. De la falsedad. Del dolor. De la sensación de que todo en lo que creyó era mentira.

Paró en el primer restaurante de lujo que vio: «El Mirador». Con portero de librea y luces que cegaban.

—Whisky. Doble. Y una botella—le espetó al camarero, desplomándose en una esquina.

Bebió. Sin comer. Vaso tras vaso. El dolor no se iba. Pero se volvió sordo. Pegajoso. Como si ya no fuera un hombre, sino una estatua en el museo de su propia caída.

Una hora después, fue al baño. Por el camino, torció hacia un pasillo de servicio.

Y vio el infierno.

Dos camareros—jóvenes, engreídos—se reían contra la pared. Frente a ellos, una mujer. Con bata azul. Pañuelo en la cabeza. Cojeaba. Fregaba el suelo, lenta, con dolor.

—Eh, tortuga, ¡date prisa! ¡Que los clientes pisarán todo antes de que termines tu baile de lisiada!—se burló uno.

El otro añadió:—Déjala, ¿no ves que tiene una pierna más corta? ¡Está buscando el equilibrio!

Y reían.

Algo estalló dentro de Javier.

No ira. No furia. Justicia. La justicia que enterró bajo capas de pragmatismo y éxito.

Se acercó en dos pasos.

—Cierren la boca—dijo con tono helado—. Una palabra más y mañana estarán fregando en Atocha. ¿Claro?

Palidecieron. Asintieron.

Se giró hacia la mujer. Intentaba levantar el cubo. Manos temblorosas.

—Déjeme ayudarla—dijo.

Ella alzó la mirada.

Y el mundo se detuvo.

Ojos grises. Profundos. Cansados. Llenos de dolor y vergüenza.

Elena.

Su Elena. La desaparecida. La olvidada. La de sus noches en vela cuando estaba solo.

—¿Elena?—susurró.

Ella se estremeció. Intentó esconderse. Pero él ya la tomó del brazo.

—¡Rápido!—rugió a los camareros—. ¡Pongan otro cubierto en mi mesa! ¡Y en un minuto quiero cY así, entre copas y recuerdos compartidos, bajo el cielo estrellado de Madrid, Javier y Elena encontraron, por fin, el destino que el tiempo les había robado.

Leave a Comment